mexico route

domingo, 9 de marzo de 2014
añadidura
Ya que este blog no lo ve mucha gente, le he añadido dos obras maestras de Ray Bradbury, las dos ambientadas en Mexico, con muy distinta atmosfera. Algun dia les traere EL MARAVILLOSO TRAJE DE HELADO DE CREMA, tambien en Mexico. Y, si puedo conseguirla, LOS AMIGOS DE NICOLAS NICKLEBY, para que conozcan todas las novelas cortas de este gran autor. LA CIUDAD PERDIDA DE MARTE, claro que si... tambien...completa las tres del capitan Wilder, con AUNQUE SIGA BRILLANDO LA LUNA y LOS LARGOS AÑOS.
y la roca grito
Las reses muertas, colgadas al sol, vinieron rápidamente hacia ellos.
Vibraron, calientes y rojas, en el aire verde de la selva, y
desaparecieron. El hedor entró en ráfagas por las ventanillas del
automóvil. Leonora Webb apretó rápidamente el botón que alzó el cristal
con un suspiro.
-Dios santo -dijo -, esas carnicerías al aire libre.
El olor había quedado en el coche, un olor a guerra y horror.
-¿Has visto las moscas? -preguntó la mujer.
-En estos mercados, cuando compras carne -dijo John Webb -, tienes que
golpearla con las manos. Sólo así puedes mirarla, cuando las moscas se han
ido.
En el camino verde, húmedo y selvático apareció una curva.
-¿Crees que nos dejarán entrar en Juatala?
-No sé.
-¡Cuidado!
Webb vio demasiado tarde los objetos brillantes que atravesaban parte del
camino. No pudo esquivarlos. El neumático de una rueda delantera lanzó un
terrible suspiro. El coche dio un salto y se detuvo.
John Webb salió del coche. La selva se alzaba cálida y silenciosa, y la
carretera se extendía desierta, muy desierta y tranquila bajo la luz alta
del sol.
Caminó hasta el frente del coche y se inclinó hacia la rueda, con una mano
en el revólver bajo el brazo izquierdo.
El cristal de Leonora descendió relampagueando.
-¿Está muy estropeada la cubierta?
-¡Arruinada, totalmente arruinada!
Webb alzó el objeto brillante que había abierto y desgarrado el neumático.
-Trozos de machete roto -dijo - clavados en listones de adobe y apuntados
a las ruedas de nuestros autos. Tenemos suerte de que no nos hayan
estropeado todas las cubiertas.
-Pero, ¿por qué?
-Lo sabes tan bien como yo.
Webb señaló con un movimiento de cabeza el periódico extendido junto a su
mujer, la fecha de los titulares.
4 DE OCTUBRE DE 2...: ¡ESTADOS UNIDOS Y EUROPA EN SILENCIO!
Las radios de los EE.UU. y Europa han callado. Reina un gran silencio. La
guerra se ha devorado a sí misma.
Se cree que ha muerto la mayor parte de la población de los Estados
Un¡dos. Se supone que la población de Europa, Rusia y Siberia ha sido
igualmente diezmada. Los días de la raza blanca en la tierra han terminado.
-Todo fue tan rápido -dijo Webb -. Una semana antes estábamos de
vacaciones, descansando de las fatigas del hogar. A la semana siguiente...
esto.
El hombre y la mujer alzaron la vista de los grandes titulares y miraron
la selva.
La selva les devolvió vastamente la mirada, con un silencio de musgos y
hojas, con un billón de ojos de insecto, de esmeralda y diamantes.
-Ten cuidado, Jack.
John Webb apretó dos botones. Un elevador automático silbó bajo las ruedas
delanteras y sostuvo el coche en el aire. Webb metió nerviosamente una
llave en la taza de la rueda derecha. La cubierta, junto con un aro
metálico, saltó de la rueda con un ruido de succión. Bastaron pocos
segundos para instalar la rueda de repuesto y llevar rodando la cubierta
desgarrada al compartimento de equipajes. Webb hizo todo esto con el
revólver en la mano.
-No te quedes afuera, por favor, Jack.
-Así que ya ha empezado. -Webb sintió el ardor del sol en el cuero
cabelludo.- Cómo corren las malas noticias.
-Por Dios -dijo Leonora -. ¡Pueden oírte!
Webb clavó los ojos en la selva.
-¡Sé que están ahí! -gritó.
-¡Jack!
El hombre volvió a gritarle a la selva silenciosa.
-¡Los veo!
Disparó su pistola, cuatro, cinco veces, rápidamente, furiosamente.
La selva devoró las balas estremeciéndose apenas, con un leve ruido, como
si alguien desgarrase una pieza de seda. Las balas se hundieron y
desaparecieron en un millón de hectáreas de hojas verdes, árboles,
silencio y tierra húmeda. El eco de los tiros murió rápidamente. Sólo se
oía el murmullo del tubo de escape. Webb caminó alrededor del coche, entró
y cerró la portezuela.
Ya en su asiento, volvió a cargar el revólver y se alejaron de aquel sitio.
Viajaban velozmente.
-¿Viste a alguien?
-No. ¿Y tú?
La mujer sacudió la cabeza.
-Vamos muy rápido.
Webb aminoró la marcha justo a tiempo. Al volver una curva, aparecieron
otra vez aquellos objetos brillantes, ocupando el lado derecho del camino.
Webb desvió el coche hacia la izquierda, y pasaron.
-¡Hijos de perra!
-No son hijos de perra. Son sólo gente que nunca tuvo coches como éste, ni
ninguna otra cosa.
Algo golpeó levemente el vidrio delantero.
Un líquido incoloro rayó el vidrio.
Leonora alzó los ojos.
-¿Va a llover?
-No. Fue un insecto.
Otro golpecito.
-¿Estás seguro que fue un insecto?
Otro golpe, y otro y otro.
-¡Cierra la ventanilla! -dijo Webb, acelerando.
Algo cayó en el regazo de Leonora. Leonora bajó la cabeza y miró. Webb se
inclinó para tocarlo.
-¡Rápido!
Leonora apretó el botón. La ventanilla se cerró bruscamente.
Luego Leonora volvió a mirarse el regazo.
El diminuto dardo de cerbatana brillaba sobre su falda.
-Que no te toque el líquido -dijo Webb -. Envuelve el dardo en tu pañuelo.
Lo tiraremos más tarde.
El coche corría a cien kilómetros por hora.
-Si nos encontramos otra vez con esos obstáculos, estamos perdidos.
-Se trata de algo local -replicó Webb -. Saldremos de esto.
Seguían los golpes. En el parabrisas se sucedían las descargas.
-¡Pero ni siquiera nos conocen! -exclamó Leonora Webb.
-Ojalá nos conociesen. -Las manos de Webb apretaron el volante.- Matar a
gente conocida es difícil, pero no a extranjeros.
-No quiero morir -dijo la mujer, simplemente.
Webb se metió la mano bajo la chaqueta.
-Si me pasa algo, el revólver está aquí, úsalo, por amor de Dios, y no
pierdas tiempo.
Leonora se acercó a su marido y corrieron a ciento veinte kilómetros por
hora por el camino, ahora recto, que atravesaba la selva, sin decir una
palabra.
Con las ventanillas levantadas, el interior del coche era un horno.
-Era tan tonto todo eso -dijo Leonora al fin - Poner cuchillos en el
camino. Tratar de herirnos con dardos. ¿Cómo pueden saber que el coche que
va a pasar lleva gente blanca?
-No les pidas que sean lógicos -dijo Webb -. Un coche es un coche. Es
grande, es lujoso. El dinero de un coche les duraría toda la vida. Y
además, si logran detener un coche, pueden sorprender a un turista
americano o un rico español, cuyos antecesores podrían haberse comportado
mejor. Y si detienen a otro indígena, diablos, se le ayuda a salir del
apuro y cambiar las ruedas.
-¿Qué hora es? -preguntó Leonora.
Webb se miró por milésima vez la muñeca desnuda. Inexpresivamente, sin
mostrarse sorprendido, se puso a pescar con una mano el brillante reloj de
oro que llevaba en un bolsillo del chaleco. Un año antes un nativo había
clavado los ojos en ese reloj, y lo había mirado fijamente, fijamente,
casi como con hambre. Luego el nativo lo había examinado a él, sin burla,
sin odio, ni triste ni alegre, sólo perplejo.
Webb se había quitado aquel día el reloj y nunca, desde entonces, había
vuelto a usarlo en la muñeca.
-Mediodía -dijo.
Mediodía.
La frontera apareció ante ellos. La vieron y los dos lanzaron un grito, a
la vez. Se acercaron, sonriendo, sin saber por qué sonreían...
John Webb sacó la cabeza por la ventanilla, comenzó a hacerle señas al
guarda del puesto fronterizo, y luego, dominándose, salió del coche.
Caminó hacia la estación. Tres hombres jóvenes, muy bajos, vestidos con
terrosos uniformes, hablaban de pie. No miraron a Webb, que se detuvo ante
ellos. Continuaron conversando en español, ignorándolo.
-Perdón -dijo John Webb al fin -. ¿Podemos cruzar la frontera hasta
Juatala?
Uno de los hombres se volvió un momento hacia Webb.
-Lo siento, señor
Los tres hombres volvieron a hablar.
-Usted no entiende -dijo Webb, tocando el codo del primer hombre - Tenemos
que pasar.
El hombre sacudió la cabeza.
-Los pasaportes ya no sirven. ¿Y por qué van a dejar nuestro país de todos
modos?
-Lo anunciaron por radio. Todos los norteamericanos tienen que dejar el
país en seguida.
-Ah, sí, sí.
Los tres soldados se miraron de soslayo con los ojos brillantes.
-0 serán multados o encarcelados, o ambas cosas -dijo Webb.
-Podemos dejarles cruzar la frontera, pero en Juatala les darán
veinticuatro horas para que se vayan también. Si no lo cree, ¡escuche! -El
guarda se volvió y llamó a través de la frontera -¡Eh! ¡Eh!
En pleno sol, a cuarenta metros de distancia, un hombre que se paseaba
lentamente, con el rifle en los brazos, se volvió hacia ellos.
-Hola, Paco, ¿quieres a estos dos?
-No, gracias, gracias, no -replicó el hombre del rifle, sonriendo.
-¿Ve usted? -dijo el guarda volviéndose hacia John Webb.
Los tres soldados se rieron.
-Tengo dinero -dijo Webb.
Los tres hombres dejaron de reír.
El primer guarda se adelantó hacia John, y su cara no era ahora lánguida
ni condescendiente. Parecía una piedra oscura.
-Sí -dijo -. Siempre tienen dinero. Ya lo sé. Vienen aquí y piensan que
con ese dinero se consigue todo. ¿Pero qué es el dinero? Es sólo una
promesa, señor. Lo he leído en los libros. Y cuando alguien ya no cree en
promesas, ¿qué pasa entonces?
-Le daré lo que quiera.
-¿Sí? -El guarda miró a sus compañeros.- Me dará lo que yo quiera. -Y
añadió dirigiéndose a Webb:- Es un chiste. Siempre fuimos un chiste para
ustedes, ¿no es cierto?
-No.
-Mañana, y se reían de nosotros. Se reían de nuestras siestas y nuestros
mañanas, ¿no es así?
-No era yo. Algún otro.
-Sí, usted.
-Nunca he estado en este puesto.
-Yo sin embargo lo conozco. Venga aquí, haga esto, haga aquello. Oh, tome
Un peso, cómprese una casa. Vaya allí, haga esto, haga aquello.
-No era yo.
-Se parecía a usted de todos modos.
Estaban en el -sol, con las oscuras sombras tendidas a sus pies, y la
transpiración les coloreaba las axilas. El soldado se acercó todavía más a
Webb.
-Ya no tengo que hacer cosas para usted.
-Nunca las hizo. Nunca se las pedí.
-Está usted temblando, señor.
-Estoy muy bien. Es el sol.
-¿Cuánto dinero tiene? -preguntó el guarda.
-Mil pesos para que ¡los dejen pasar, y otros mil para el hombre del otro
lado.
El guarda se volvió otra vez.
-¿Mil pesos es bastante?
-No -dijo el otro guarda -. ¡Dile que nos denuncie! -Sí -dijo el guarda,
mirando nuevamente a Webb -. Denúncieme. Hágame despedir. Ya me
despidieron una vez, hace años por culpa suya.
-Fue algún otro.
-Anote mi nombre. Carlos Rodríguez Ysotl Ahora déme dos mil pesos.
John Webb sacó su cartera y entregó el dinero. Carlos Rodríguez Ysotl se
mojó el pulgar y contó lentamente el dinero bajo el cielo azul y barnizado
mientras el mediodía se ahondaba en todo el país, y el sudor brotaba de
fuentes ocultas, y la gente jadeaba y se fatigaba sobre sus sombras.
-Dos mil pesos. -El guarda dobló el dinero y se lo puso tranquilamente en
el bolsillo.- Ahora den vuelta el coche y busquen otra frontera.
-¡Un momento, maldita sea! -exclamó John Webb.
El guarda lo miró.
-Dé vuelta el coche.
Se quedaron así un tiempo, con el sol que se reflejaba en el fusil del
guarda, sin hablar. Y luego John Webb se volvió y se alejó lentamente
hacia el coche, con una mano sobre la cara, y se sentó adelante.
-¿A dónde vamos? -preguntó Leonora.
-Al diablo, o a Porto Bello.
-Pero necesitamos gasolina y asegurar la rueda. Y viajar otra vez por esos
caminos... Esta vez pondrán troncos, y...
-Ya sé, ya sé... -John Webb se frotó los ojos y se quedó un momento con la
cara entre las manos.- Estamos solos, Dios mío, estamos solos. ¿Recuerdas
qué seguros nos sentíamos antes? ¿Qué seguros? Invocábamos en todas las
ciudades grandes al cónsul americano. ¿Recuerdas la broma? «¡A donde
quiera que vayas puedes oír el aleteo del águila!» ¿0 era el sonido de los
billetes? Me he olvidado. Jesús, Jesús, el mundo se ha vaciado con una
rapidez horrible. ¿A quién recurriré ahora?
Leonora esperó un momento y luego dijo:
-Me tienes a mí. Aunque eso no es mucho.
Webb la abrazó.
-Has estado encantadora. Nada de histerias. Nada.
-Quizá esta noche me ponga a chillar, cuando nos metamos en cama, si
volvemos a encontrar una cama. Ha pasado más de un millón de kilómetros
desde el desayuno.
Webb la besó, dos veces, en la boca seca. Luego volvió a recostarse,
lentamente.
-Ante todo hay que buscar gasolina. Si la conseguimos, podemos ir a Porto
Bello.
Pusieron en marcha el coche. Los tres soldados hablaban y reían.
Un minuto después, ya en viaje, Webb comenzó a reírse suavemente.
-¿En qué piensas? -le preguntó su mujer.
-Recuerdo un viejo espiritual. Era algo así:
Fui a esconder la cara en la Roca, y la Roca gritó: No hay escondites. No
hay escondites aquí.
-Recuerdo -dijo Leonora.
-Es una canción muy apropiada ahora -comentó Webb -. Te la cantaría entera
si la recordase. Tengo ganas de cantar.
Apretó el acelerador.
Se detuvieron ante una estación de combustible, y un minuto más tarde,
como el encargado no apareciese, John Webb hizo sonar la bocina. Luego,
aterrado, sacó la mano del botón de la bocina y la miró como si fuese la
mano de un leproso.
-No debí haberlo hecho.
El encargado apareció en el umbral sombrío de la estación. Otros dos
hombres aparecieron detrás.
Los tres hombres salieron y caminaron junto al coche, mirándolo,
tocándolo, sintiéndolo.
Las caras de los hombres eran como cobre quemado a la luz del sol. Tocaron
las elásticas cubiertas, respiraron el olor nuevo del metal y la tapicería.
-Señor -dijo al fin el encargado.
-Quisiéramos comprar un poco de gasolina, por favor.
-Se nos acabó, señor.
-Pero sus tanques indican que están llenos. Puedo ver la gasolina en los
tanques de vidrio.
-Se nos acabó la gasolina -dijo el hombre.
-¡Le pagaré diez pesos el litro!
-Gracias, no.
-No tenemos bastante gasolina para salir de aquí. -Webb examinó el
indicador.- Ni siquiera un litro. Será mejor que dejemos el coche, vayamos
a la ciudad y veamos qué se puede hacer.
-Le cuidaremos el coche, señor -dijo el encargado. Si me dejan las llaves.
-¡No podemos dejarle las llaves! -dijo Leonora -. ¿Podemos?
-No sé qué otra cosa nos queda. Lo abandonamos en el camino, para que se
lo lleve el primero que pase, o se lo dejamos a este hombre.
-Eso es mejor -dijo el hombre.
Los Webb salieron del coche y se quedaron un rato mirándolo.
-Era un hermoso coche -dijo John Webb.
-Muy hermoso -dijo el encargado, con la mano extendida, esperando las
llaves -. Lo cuidaré bien, señor.
Leonora esperó un momento y luego dijo:
-Me tienes a mí. Aunque eso no es mucho.
Webb la abrazó.
-Has estado encantadora. Nada de histerias. Nada.
-Quizá esta noche me ponga a chillar, cuando nos metamos en cama, si
volvemos a encontrar una cama. Ha pasado más de un millón de kilómetros
desde el desayuno.
Webb la besó, dos veces, en la boca seca. Luego volvió a recostarse,
lentamente.
-Ante todo hay que buscar gasolina. Si la conseguimos, podemos ir a Porto
Bello.
Pusieron en marcha el coche. Los tres soldados hablaban y reían.
Un minuto después, ya en viaje, Webb comenzó a reírse suavemente.
-¿En qué piensas? -le preguntó su mujer.
-Recuerdo un viejo espiritual. Era algo así:
Fui a esconder la cara en la Roca, y la Roca gritó: No hay escondites. No
hay escondites aquí.
-Recuerdo -dijo Leonora.
-Es una canción muy apropiada ahora -comentó Webb -. Te la cantaría entera
si la recordase. Tengo ganas de cantar.
Apretó el acelerador.
Se detuvieron ante una estación de combustible, y un minuto más tarde,
como el encargado no apareciese, John Webb hizo sonar la bocina. Luego,
aterrado, sacó la mano del botón de la bocina y la miró como si fuese la
mano de un leproso.
-No debí haberlo hecho.
El encargado apareció en el umbral sombrío de la estación. Otros dos
hombres aparecieron detrás.
Los tres hombres salieron y caminaron junto al coche, mirándolo,
tocándolo, sintiéndolo.
Las caras de los hombres eran como cobre quemado a la luz del sol. Tocaron
las elásticas cubiertas, respiraron el olor nuevo del metal y la tapicería.
-Señor -dijo al fin el encargado.
-Quisiéramos comprar un poco de gasolina, por favor.
-Se nos acabó, señor.
-Pero sus tanques indican que están llenos. Puedo ver la gasolina en los
tanques de vidrio.
-Se nos acabó la gasolina -dijo el hombre.
-¡Le pagaré diez pesos el litro!
-Gracias, no.
-No tenemos bastante gasolina para salir de aquí. -Webb examinó el
indicador.- Ni siquiera un litro. Será mejor que dejemos el coche, vayamos
a la ciudad y veamos qué se puede hacer.
-Le cuidaremos el coche, señor -dijo el encargado -. Si me dejan las
llaves.
-¡No podemos dejarle las llaves! -dijo Leonora -. ¿Podemos?
-No sé qué otra cosa nos queda. Lo abandonamos en el camino, para que se
lo lleve el primero que pase, o se lo dejamos a este hombre.
-Eso es mejor -dijo el hombre.
Los Webb salieron del coche y se quedaron un rato mirándolo.
-Era un hermoso coche -dijo John Webb.
-Muy hermoso -dijo el encargado, con la mano extendida, esperando las
llaves -. Lo cuidaré bien, señor.
-Pero Jack...
Leonora abrió la puerta de atrás y comenzó a sacar el equipaje. Por encima
del hombro de su mujer, John veía los brillantes marbetes, la tormenta de
color que había cubierto el cuero gastado después de años de viajes,
después de años en los mejores hoteles de dos docenas de países.
Leonora tironeó de las maletas, sudando, y John la detuvo, y se quedaron
allí, jadeando ante la portezuela abierta, mirando aquellos hermosos y
lujosos baúles que guardaban los magníficos tejidos de hilo y lana y seda
de sus vidas, el perfume de cuarenta dólares, y las pieles frescas y
oscuras, y los plateados palos de golf. Veinte años estaban empaquetados
en aquellas cajas, veinte años y cuatro docenas de papeles que habían
interpretado en Río, en París, en Roma y Shangai; pero el papel que habían
interpretado con mayor frecuencia, y el mejor de todos, era el de los
ricos y alegres Webbs, la gente de la sonrisa perenne, asombrosamente
feliz, la que podía preparar aquel cóctel de tan raro equilibrio conocido
como Sáhara.
-No podemos llevarnos todo esto a la ciudad -dijo John -. Volveremos a
buscarlo más tarde.
-Pero...
John la hizo callar tomándola de un brazo y echando a caminar por la
carretera.
-Pero no podemos dejarlo aquí, ¡no podemos dejar aquí el equipaje y el
coche! Oh, escucha. Me meteré y cerraré los cristales mientras vas a
buscar gasolina, ¿por qué no? -dijo Leonora.
John se detuvo y miró a los tres hombres junto al coche que resplandecía
bajo el sol amarillo. Los ojos de los hombres brillaban y miraban a la
mujer.
---Ahí tienes la respuesta. Vamos.
-¡Pero nadie deja así un coche de cuatro mil dólares! -llorö Leonora.
John la hizo caminar, llevándola firmemente por el codo, con una serena
decisión.
-Los coches son para viajar en ellos. Cuando no viajan, son inútiles. En
este momento tenemos que viajar, eso es todo. El coche sin gasolina no
vale un centavo. Un par de buenas piernas tiene hoy más valor que cien
coches, si puedes usarlas. Hemos empezado a echar cosas por la borda.
Seguiremos arrojando lastre hasta que debamos sacarnos el pellejo.
Webb soltó el brazo de Leonora, que caminaba tranquila junto a él.
-Es tan raro. Tan raro. Hace años que no camino así. -Leonora miró cómo
movía sus propios pies, cómo pasaba el camino a su lado, cómo se abría la
selva, cómo su marido se desplazaba rápidamente, hasta que aquel ritmo
regular pareció hipnotizarla.- Pero quizá es posible volver a aprenderlo
todo -dijo al fin.
El sol recorría el cielo, y el señor y la señora Webb recorrieron un rato
la ardiente carretera. De pronto el señor Webb se puso a pensar en voz
alta.
-Sabes, en cierto modo, pienso que es útil volver a lo esencial. Ya no nos
preocupamos por una docena de cosas, sino sólo por ti y por mí.
-Cuidado, viene un coche... será me jor...
Se volvieron a medias, dieron un grito, y saltaron. Cayeron a un lado de
lit carretera y se quedaron allí, tendidos, mientras el automóvil pasaba a
cien kilómetros por hora. Voces que cantaban, hombres que reían, hombres
que gritaban y saludaban con las manos. El coche se alejó envuelto en un
remolino de polvo y se perdió en una curva, haciendo sonar su o e bocina,
una y otra vez.
Webb ayudó a levantarse a Leonora y los dos, de pie, miraron la carretera
tranquila.
-¿Lo viste?
Miraron cómo el polvo se depositaba lentamente.
-Espero que se acuerden de cambiar el aceite y examinar la batería, por lo
menos. Espero que se acuerden de echarle agua al radiador -dijo Leonora, y
después de una pausa -: Cantaban, ¿no es cierto?
Webb asintió. Miraron 'parpadeando la enorme nube de polvo que descendía
sobre ellos como polen amarillo. Las pestañas de Leonora, notó Webb,
lanzaban unas lucecitas brillantes.
-No -dijo -. Eso no. Al fin y al cabo, era sólo una máquina.
-Yo lo quería mucho.
-Siempre queremos todo demasiado.
Siguieron caminando y pasaron junto a una botella rota de vino que
perfumaba el aire.
No estaban lejos del pueblo. La mujer caminaba adelante, el marido detrás,
mirándose los pies mientras caminaban, cuando un ruido de latas y vapores
y agua hirviendo les hizo volver la cabeza y mirar el camino. Un viejo
venía despacio por el camino en un Ford 1929. El coche no tenía
guardabarros, y el sol había descascarado y quemado la pintura, pero el
viejo conducía con una serena dignidad. Su cara era una sombra pensativa
bajo el sucio sombrero de paja, y cuando vio a los Webb, detuvo el coche,
que comenzó a humear. El motor se sacudía bajo la capota, y el viejo abrió
la chillona portezuela diciendo:
-No es día para caminar.
-Gracias -dijeron los Webb.
-No es nada. -El hombre llevaba un traje de verano viejo y amarillento,
con una corbata grasienta anudada con descuido al cuello arrugado. Ayudó a
la mujer a subir al asiento de atrás con una graciosa inclinación de
cabeza.- Los hombres sentémonos adelante -sugirió, y el marido se sentó
adelante, y el coche partió entre temblorosos vapores.
-Bueno. Me llamo García.
Presentaciones e inclinaciones de cabeza.
-¿Se les rompió el coche? ¿Van en busca de auxilio? -dijo el señor García.
-Sí.
-Entonces permítanme que los lleve de vuelta junto con un mecánico
-ofreció el hombre.
Los Webb le dieron las gracias y rechazaron amablemente el ofrecimiento, y
el viejo lo repitió, pero después de observar que su interés y
preocupación parecían turbar a la pareja, habló muy cortésmente de otra
cosa.
El viejo tocó unos cuantos periódicos que llevaba en las rodillas.
-¿Leen periódicos? Por supuesto. ¿Pero los leen como yo? Dudo que hayan
descubierto mi sistema. Pero no, no lo descubrí yo. Más bien el sistema se
me impuso. Pero luego de un tiempo vi que era un sistema inteligente.
Recibo siempre los periódicos con una semana de atraso. Todos nosotros,
aquellos que tienen interés, reciben los periódicos con una semana de
atraso, de la capital. Y esta circunstancia da a un hombre ideas claras.
Uno cuida sus ideas citando lee un periódico viejo.
El marido y la mujer le pidieron que siguiese.
-Bueno -di o el viejo -. Recuerdo cuando viví un mes en la capital y
compraba el periódico todos los días. El amor, la ira, la irritación, la
frustración me dominaban. Hervían en mí todas las pasiones. Yo era joven.
Todo me sacaba de quicio. De pronto comprendí. Creía en todo lo que leía.
¿Lo notaron? ¿Notaron que uno cree en un periódico recién impreso? Esto ha
ocurrido hace una hora, piensa uno. Tiene que ser verdad. -El viejo
sacudió la cabeza.- Así que aprendí a retroceder y dejar que el periódico
envejeciera y madurara. Aquí, en Colonia, observé que los titulares
disminuían hasta desaparecer. El periódico de hace una semana... cómo, si
hasta uno podría escupir en él, si quisiese. Es como una mujer que se amó
una vez, pero uno ve ahora, días más tarde, que no es como uno creía.
Tiene una cara bastante común, y es tan profunda como un vaso de agua.
El viejo guiaba suavemente el coche, con las manos sobre el volante como
sobre las cabezas de sus hijos, con cariño y afecto.
-De modo que aquí voy, de vuelta a mi casa a leer los periódicos viejos, a
mirarlos de soslayo, a jugar con ellos.
Extendió un periódico sobre las rodillas, lanzándole de cuando en cuando
una ojeada mientras conducía. -Qué blanco es este periódico, como la mente
de un niño idiota, pobrecito, se puede poner cualquier cosa en un sitio
vacío como éste. Aquí, ¿ven ustedes? El periódico dice que todos los
blancos del mundo han muerto. Tonterías. En este mismo momento hay
probablemente millones de hombres y mujeres blancos dedicados a almorzar o
cenar. Tiembla la tierra, se estremece el pueblo, la gente escapa
gritando: ¡Todo se ha perdido! En la población siguiente, la gente se
pregunta qué pasa, qué son esos gritos, pues han dormido muy bien esa
noche. Ah ah, qué mundo complejo es éste. La gente no sabe qué complejo
es. Para ellos es día o es noche. Los rumores corren deprisa. Esta misma
tarde todas las aldeas que bordean el camino, detrás y delante de
nosotros, están de fiesta. El hombre blanco ha muerto, dicen los rumores,
y sin embargo aquí voy yo a la ciudad con dos que me parecen bien vivos.
Espero que no les moleste este modo de hablar. Si no hablo con ustedes
tendré que hablarle a ese motor de enfrente, que hace mucho ruido al
responder.
Estaban en las afueras de la ciudad.
-Por favor, señor -dijo John Webb -, no sería prudente para usted que lo
viesen con nosotros. Bajaremos aquí.
El viejo detuvo el coche de mala gana y dijo:
-Son ustedes muy amables al pensar en mí. -Se volvió a mirar a la
encantadora esposa:- Cuando era joven estaba lleno de vida y proyectos.
Leí todos los libros de un francés llamado Jules Verne. Veo que lo
conocen. De noche yo pensaba que me gustaría ser inventor. Todo eso se ha
perdido, nunca hice lo que quería hacer. Pero recuerdo claramente que una
de las máquinas que yo quería construir era una que haría que un hombre,
durante una hora, pudiera ser cualquier otro hombre. En la máquina había
colores y olores y películas, como en un teatro, y se parecía a un ataúd.
Uno se metía en el ataúd y apretaba un botón. Y durante una hora uno podía
ser esos esquimales que viven en el frío, allá arriba, o un señor árabe a
caballo. Todo lo que sentía un hombre de Nueva York, podía sentirlo uno en
la máquina. Todo lo que olía un sueco, podía olerlo uno. Todo lo que
saboreaba un chino, podía sentirlo uno en la lengua. La máquina era como
otro hombre... ¿Comprenden lo que yo buscaba? Y tocando muchos de esos
botones cada vez que entraba en mi máquina, usted podía ser un hombre
blanco o un hombre amarillo o un negrito. Hasta se podía ser una mujer o
un niño si uno quería divertirse de veras.
El marido y la mujer descendieron del coche.
-¿Trató de inventar alguna vez la máquina?
-Fue hace tanto tiempo. No había vuelto a acordarme hasta hoy. Y hoy pensé
que podía sernos útil, que la necesitábamos. Qué lástima que nunca haya
intentado construirla. Algún día la construirá algún otro.
-Algún día -dijo John Webb.
-Ha sido un placer hablar con ustedes -dijo el viejo -. Que Dios los
acompañe.
-Adiós, señor García -dijeron los Webb.
El coche se alejó lentamente, humeando. Los Webb lo miraron irse, un
minuto entero. Luego, sin hablar, Webb extendió el brazo y tomó la mano de
su mujer.
Entraron a pie en la pequeña ciudad de Colonia. Pasaron junto a las
tiendecitas, la carnicería, la casa del fotógrafo. La gente se detenía y
los miraba pasar y no dejaba de mirarlos hasta perderlos de vista. Cada
pocos segundos, mientras caminaba, Webb se metía la mano bajo la chaqueta,
para tocar el revólver, secreta, tentativamente, como alguien que se toca
un granito que crece y crece hora a hora...
El patio del Hotel Esposa era fresco como una gruta bajo una cascada azul.
En él cantaban las aves enjauladas, y los pasos resonaban como tiros de
rifle, claros y limpios.
-¿Recuerdas? Paramos aquí hace años -dijo Webb ayudando a su mujer a subir
los escalones. Se detuvieron en la gruta fresca, disfrutando de la sombra
azul.
-Señor Esposa -dijo John Webb cuando un hombre grueso salió de detrás de
un escritorio mirándolo de soslayo -. ¿No me recuerda? John Webb. Hace
cinco años... jugamos a las cartas una noche.
-Por supuesto, por supuesto.
El señor Esposa se inclinó y estrechó brevemente las manos. Hubo un
silencio incómodo. Webb carraspeó.
-Hemos tenido algunas dificultades, señor Esposa. ¿Podemos alquilar una
habitación? Por esta noche solamente.
-Aquí el dinero de usted siempre tendrá valor.
-¿Quiere decir que nos dará una habitación? Pagaremos con gusto por
adelantado. Dios, necesitamos ese descanso. Pero más que eso, necesitamos
gasolina.
Leonora tocó el brazo de su marido.
-¿No recuerdas? Ya no tenemos auto.
-Oh, es cierto. -Webb permaneció callado unos instantes y al fin suspiró.-
Bueno. No se preocupe por la gasolina. ¿Sale algún autobús pronto para la
capital?
-Todo llegará, a su tiempo -dijo el hombre nerviosamente -. Por aquí.
Mientras subían las escaleras oyeron un ruido. Miraron hacia afuera y
vieron el coche, que daba vueltas y vueltas alrededor de la plaza, ocho
veces, cargado de hombres que gritaban y cantaban y se colgaban de los
guardabarros, riendo. Niños y perros corrían detrás del coche.
-Cómo me gustaría tener un coche como ése -dijo el señor Esposa.
En el tercer piso del Hotel Esposa, el gerente sirvió un poco de vino
fresco para los tres.
-Por un cambio -dijo el señor Esposa. -Brindaré por eso.
Bebieron. El señor Esposa se pasó la lengua por los labios y se los limpió
en la manga de la chaqueta.
-Sorprende y entristece ver cómo cambia el mundo. Es insensato, nos han
dejado atrás, piensa uno. Es increíble. Y ahora, bueno... Están a salvo
por esta noche. Pueden tomar una ducha y cenar bien. No pueden quedarse
más de una noche. Esto es todo lo que puedo ofrecerles por lo bondadosos
que fueron ustedes conmigo hace cinco años.
-¿Y mañana?
-¿Mañana? No tomen el autobús para la capital, por favor. Hay tumultos en
las calles, allá. Han matado a alguna gente del norte. No es nada. Pasará
en seguida. Pero hasta entonces, hasta que la sangre se enfríe, deberán
tener cuidado. Hay muchos malvados que quieren aprovechar la situación,
señor. En las próximas cuarenta y ocho horas, bajo el disfraz del
nacionalismo, esa gente intentará ganar el poder. Egoísmo y patriotismo,
señor. Es difícil distinguir uno de otro. Así que... deberán esconderse.
Es un problema. Toda la ciudad sabrá que están aquí antes de unas pocas
horas. Puede ser peligroso para mi hotel. No sé.
-Comprendemos. Es usted muy bueno al ayudarnos tanto.
-Si necesitan algo, llámenme. -El señor Esposa se bebió el vino que aún
quedaba en su vaso.- Terminen la botella -dijo.
Los fuegos de artificio comenzaron aquella noche a las nueve. Los cohetes,
primero uno y luego otro, se elevaron en el cielo oscuro y estallaron por
encima de los vientos edificando arquitecturas de llamas. Cada cohete, en
la cima de su curso, se abría desplegando una formación de gallardetes de
llamas blancas y rojas, algo parecida a la cúpula de una hermosa catedral.
Leonora y John Webb, junto a la ventana abierta, miraban y escuchaban
desde la habitación en sombras. Pasaba el tiempo, y por todos los caminos
y senderos venía más gente a la ciudad y comenzaba a pasearse por la plaza
tomada del brazo, cantando, aullando como perros, apretándose como
gallinas. Y luego se dejaban caer en las aceras, se sentaban allí, y se
reían, con las cabezas echadas hacia atrás, mientras los cohetes
estallaban en colores sobre las caras levantadas. Una banda comenzó a
soplar y resollar.
-Aquí nos tienes -dijo John Webb - luego de unos cuantos centenares de
años de buena vida. Esto es lo que queda de la supremacía blanca... tú y
yo en una habitación a oscuras en un hotel situado a quinientos kilómetros
tierra adentro en un país en fiesta.
-Tenemos que ponernos en su lugar.
-Oh, hace tiempo que lo he hecho. En cierto modo, me alegro de que sean
felices. Dios sabe que han esperado bastante. Pero me pregunto cuánto
durará esa dicha. Ahora que el chivo expiatorio ha desaparecido, ¿quién
será el culpable de la opresión? ¿Quién estará tan a mano, quién será tan
obviamente culpable como tú y yo y el hombre que ocupó antes que nosotros
este mismo cuarto?
-No sé.
-Somos tan oportunos. El hombre que alquiló este cuarto el mes pasado era
tan oportuno. Un modelo. Se reía de las siestas de los nativos. Rehusaba
aprender una pizca de español. Que aprendan inglés, por Dios, y que hablen
como hombres, decía. Y bebía demasiado y perseguía demasiado a las mujeres
del pueblo.
Webb se interrumpió y se alejó de la ventana. Miró el cuarto.
Los muebles y adornos, pensó. El sofá donde el hombre puso los zapatos
sucios, la alfombra que agujereó con colillas de cigarrillo... Y la mancha
húmeda en la pared junto a la cama, Dios sabe por qué o cómo hizo eso. Las
sillas rayadas y pateadas. No era su hotel o su habitación; era algo
prestado. Y sin ningún valor. Así ese hijo de perra se paseó por todo el
país durante cien años, un hombre de negocios, una cámara de comercio, y
aquí estamos nosotros ahora, bastante parecidos a él como para ser sus
hermanos, y allá están ellos, en la noche del baile de la servidumbre. No
saben, y si lo saben no quieren pensarlo, que mañana serán tan pobres como
hoy, que estarán tan oprimidos como siempre, que la máquina apenas se
habrá movido hasta el otro diente del engranaje.
Ahora la banda había dejado de tocar, y un hombre había subido de un
salto, gritando, a la plataforma. Hubo un resplandor de machetes en el
aire y el brillo oscuro de unos cuerpos semidesnudos.
El hombre de la plataforma volvió la cara al hotel y miró la habitación
oscura donde John y Leonora Webb habían retrocedido, alejándose de las
luces intermitentes.
El hombre gritó.
-¿Qué dice? -preguntó Leonora.
-«Éste es un mundo libre» -tradujo John Webb.
El hombre aulló.
John Webb volvió a traducir:
-«¡Somos libres!»
El hombre se alzó en puntas de pie e hizo el ademán de romper unas esposas.
-«Nadie es dueño de nosotros, nadie en el mundo" -tradujo Webb.
La multitud rugió y la banda comenzó a tocar, y, mientras tocaba, el
hombre de la plataforma miraba la ventana de la habitación oscura con todo
el odio del universo en los ojos.
Durante la noche hubo peleas y golpes, y voces que se alzaban, y
discusiones y tiros. John Webb, acostado, despierto, oyó la voz del señor
Esposa en el piso de abajo que razonaba, hablaba serena, firmemente. Y
luego el tumulto fue borrándose, los últimos cohetes subieron al cielo, y
las últimas botellas se rompieron en las piedras de la calle.
A las cinco de la mañana el aire comenzó a calentarse otra vez. Unos
golpes muy débiles sonaron en la puerta del cuarto.
-Soy yo, Esposa -dijo una voz.
John Webb titubeó, a medio vestir, tambaleándose por la falta de sueño. Al
fin abrió la puerta.
-¡Qué noche, qué noche! -dijo el señor Esposa entrando en el cuarto,
sacudiendo la cabeza, riendo dulcemente -. ¿Escucharon el ruido? ¿Sí?
Querían subir al cuarto de ustedes. No los dejé.
-Gracias -dijo Leonora todavía en la cama, con la cara vuelta hacia la
pared.
-Eran todos viejos amigos. Hice un arreglo con ellos. Estaban bastante
borrachos y bastante felices, y dijeron que esperarían. Tengo algo que
proponerles a ustedes dos. -De pronto el hombre pareció turbado. Se acercó
a la ventana.- Todos duermen aún. Sólo unos pocos están levantados. Unos
cuantos hombres. ¿Los ve, del otro lado de la plaza?
John Webb miró la plaza. Vio a los hombres morenos que hablaban
serenamente del tiempo, el inundo, el sol, este pueblo, y el vino quizá.
-Señor, ¿ha tenido usted hambre alguna vez en la vida?
-Sólo un día, una vez.
-Sólo un día. ¿Ha tenido siempre una casa donde vivir y un coche para
viajar?
-Hasta ayer.
-¿Ha estado alguna vez sin trabajo?
-Nunca.
-¿Vivieron todos sus hermanos hasta los veintiún años?
-Todos.
-Hasta yo -dijo el señor Esposa -, hasta yo lo odio a usted un poco ahora.
Pues yo no tuve hogar durante mucho tiempo. He pasado hambre. Tengo tres
hermanos y una hermana enterrados en ese cementerio de la loma, más allá
del pueblo, muertos de tuberculosis antes de cumplir los nueve años. -El
señor Esposa miró a los hombres en la plaza - Ahora ya no tengo hambre ni
soy pobre, tengo coche, estoy vivo. Pero soy uno entre mil. ¿Qué puede
decirles en un día como hoy?
-Trataré de pensarlo.
-Yo he dejado de tratar hace ya mucho tiempo. Señor, liemos sido siempre
una minoría, nosotros, los blancos. Soy de raza española, pero me he
criado aquí, y me toleran.
-Nosotros no pensamos nunca que éramos una minoría -dijo Webb -, y ahora
es difícil admitirlo.
-Se ha portado usted muy bien.
-¿Es eso una virtud?
-Sí en la plaza de toros, sí en la guerra, sí en cualquier situación
parecida. Usted no se queja, no trata de excusarse. No corre y da un
espectáculo. Creo que ustedes dos son muy valientes. --El gerente del hotel
se sentó, lentamente, descorazonado.
-He venido a ofrecerles la posibilidad de quedarse -dijo.
-Quisiéramos irnos, si fuese posible.
El gerente se encogió de hombros.
-Les han robado el coche, y no querrán devolverlo. No pueden dejar la
ciudad. Quédense y acepten un puesto en el hotel.
-¿Así que no hay modo de viajar?
-Puede que lo haya dentro de veinte días, señor, o veinte anos. No pueden
seguir viviendo sin dinero, comida, alojamiento. Aquí tienen en cambio mi
hotel, y trabajo.
El gerente se levantó y caminó con aire de desánimo hacia la puerta, y se
detuvo junto a una silla y tocó la chaqueta de Webb, que estaba allí
colgada.
-¿Qué es ese trabajo? -preguntó Webb.
-En la cocina -le dijo el gerente, y miró para otro lado.
John Webb se sentó en la cama, en silencio. Su mujer no se movió.
El señor Esposa dijo:
-No puedo ofrecerles nada mejor. ¿Qué más pueden pedir? Anoche, esos que
están en la plaza querían venir a buscarlos. ¿Vieron los machetes? Discutí
con ellos. Tuvieron ustedes suerte. Les dije que trabajarían en mi hotel
en los próximos veinte años, que eran mis empleados y yo tenía que
protegerlos.
-¡Usted dijo eso!
---Señor, señor, denme las gracias. Piensen un poco. ¿A dónde irían? ¿A la
selva? Las serpientes los matarían en menos de dos horas. ¿Caminarían
ochocientos kilómetros hasta una capital en la que no serían bienvenidos?
No. Deben aceptar la realidad. -El señor Esposa abrió la puerta.- Les
ofrezco una ocupación honesta, y les pagaré el salario común de dos pesos
por día, más las comidas. ¿Quieren quedarse conmigo o ir afuera a la plaza
con nuestros amigos al mediodía? Piénsenlo.
La puerta se cerró. El señor Esposa había desaparecido.
Webb se quedó mirando la puerta largo rato.
Luego caminó hasta la silla y tocó el estuche de cuero bajo la doblada
camisa blanca. El estuche estaba vacío. Lo tomó en las manos y lo miró
parpadeando y miró la puerta por la que acababa de irse el señor Esposa.
Se volvió y se sentó en la cama, junto a su mujer. Se acostó a su lado y
la abrazó y la besó, y se quedaron inmóviles, acostados, mirando cómo la
habitación se iba aclarando con el nuevo día.
A las once de la mañana, con las grandes persianas recogidas, comenzaron a
vestirse. En el cuarto de baño había jabón, toallas, equipo de afeitar, y
hasta perfumes. Todo facilitado por el señor Esposa.
John Webb se afeitó y vistió cuidadosamente.
A las once y media encendió la radio cerca de la cama. Uno podía
sintonizar comúnmente Nueva York o Cleveland o Houston. Pero el aire
estaba en silencio. Webb apagó la radio.
-No hay a donde ir, ni ninguna razón para volver, nada.
Su mujer se sentó en una silla, cerca de la puerta, mirando la pared.
-Podemos quedarnos aquí y trabajar -dijo Webb.
Leonora Webb se movió al fin.
-No, no podemos hacerlo. No realmente ¿0 podemos?
-No, creo que no.
-No es posible. Somos consecuentes a pesar de todo. Inútiles, pero
consecuentes.
Webb pensó un momento.
-Podríamos llegar a la selva.
-No creo que podamos dejar el hotel sin ser vistos. No podemos escapar y
caer en sus manos. Sería peor de ese modo.
Webb estuvo de acuerdo.
Siguieron sentados en silencio unos instantes.
-No sería tan malo trabajar aquí -dijo Webb al fin.
-¿Y para qué seguir viviendo? Todos han muerto, tus padres, los míos, tus
hermanos, los míos, nuestros amigos; todo ha desaparecido, todo lo que
podíamos entender.
Webb asintió.
-Y si aceptamos el empleo, un día, pronto, uno de los hombres me tocará, y
tú no podrás permitirlo, sabes que no. 0 alguien te hará algo a ti, y yo
haré algo.
Webb volvió a inclinar la cabeza.
Se quedaron así, sentados, unos quince minutos, hablando serenamente.
Luego, Webb tomó el teléfono y golpeó la horquilla con un dedo.
-Bueno -dijo una voz en el otro extremo de la línea.
-¿Señor Esposa?
-Sí.
-Señor Esposa. -Webb hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios.-
Dígales a sus amigos que dejaremos el hotel al mediodía.
El teléfono no respondió inmediatamente. Luego, suspirando, el señor
Esposa dijo:
-Lo siento, lo siento mucho, señor. Ojala que todo fuese de otra manera.
-Si, le agradecemos mucho de todos modos.
Puedo intentarlo, pensó. ¿ Cómo lo haría el viejo del Ford? Trataré de
hacerlo de ese modo. Citando acabemos de cruzar la plaza, comenzaré a
hablar, en un murmullo si es necesario. Y si pasamos lentamente a través
de esos hombres quizá podamos llegar hasta los otros, y nos encontraremos
a salvo, en tierra firme.
Leonora se movió a su lado. Parecía tan lozana, tan bien arreglada a pesar
de todo, tan nueva en medio de aquella vejez, tan sorprendente, que la
mente de Webb se sacudió y vaciló. Se sorprendió a sí mismo mirándola como
si ella lo hubiese traicionado con aquella blancura salina, el pelo
maravillosamente cepillado, las manos limpiamente arregladas, y la boca
roja y brillante.
En el último escalón, Webb encendió un cigarrillo, dio dos o tres largas
chupadas, lo arrojó al suelo, lo pisoteó, envió de un puntapié la
aplastada colilla a la calle, y dijo:
-Bien, vamos.
Bajaron el último escalón y comenzaron a caminar alrededor de la plaza,
ante las pocas tiendas que aún permanecían abiertas. Caminaban serenamente.
-Quizá sean decentes con nosotros.
-Esperémoslo.
Pasaron ante un taller fotográfico.
-Es otro día. Puede pasar cualquier cosa. Lo creo. No... realmente no lo
creo. Estoy hablando, nada más. Tengo que hablar o no podría seguir
caminando -dijo Leonora.
Pasaron ante una tienda de dulces.
-Sigue hablando, entonces.
-Tengo miedo -le dijo Leonora -. ¡Esto no puede pasarnos a nosotros! ¿Sólo
quedamos nosotros en el mundo?
-Unos pocos más quizá.
Se acercaban a una carnicería al aire libre.
¡Dios!, pensó Webb. Cómo se estrechan los horizontes, cómo se acercan.
Hace un año no había para nosotros cuatro direcciones, sino un millón.
Ayer se habían reducido a cuatro; podíamos ir a Juatala, Porto Bello,
Sanjuan Clementas o Brioconbria. Nos contentábamos con tener nuestro
coche. Luego, cuando no pudimos conseguir gasolina, nos contentábamos con
conservar nuestra ropa; luego, citando nos sacaron la ropa, nos
contentábamos con encontrar un lugar para dormir. Nos sacaban todos los
placeres, y encontrábamos rápido consuelo. Dejábamos algo, y nos atábamos
rápidamente a otra cosa. Supongo que es humano. Y al fin nos sacaron todo.
Nada nos quedó. Excepto nosotros mismos. Sólo quedamos yo y Leonora, en
esta plaza, pensando demasiado. Y lo que cuenta al fin es si podrán
apartarte de mí, Leonora, o apartarme de ti, y no creo que puedan. Se han
llevado todo lo demás, y no los acuso. Pero no pueden hacernos nada nuevo.
Cuando quitas las ropas y adornos, quedan dos seres humanos que son
felices o desgraciados, juntos, y nada más.
-Camina despacio -dijo en voz alta.
-Así lo hago.
-No demasiado despacio como para parecer desanimada. No demasiado rápido
como si quisieras terminar de una vez. No les des esa satisfacción, Leo,
no les des nada.
-No.
Siguieron caminando.
-Ni siquiera me toques -dijo Webb serenamente -. Ni siquiera me tomes la
mano.
-¡Oh, por favor!
-No, ni siquiera eso.
Webb se apartó unos centímetros y siguió caminando tranquilamente, con
paso regular, mirando hacia adelante.
-Voy a echarme a llorar, Jack.
-¡Maldita sea! -dijo Webb entre dientes, sin mirar a Leonora -. ¡Para eso!
¿Quieres que corra? ¿Es eso lo que quieres... que te tome en brazos y
corra a la selva y que ellos nos cacen? ¿Es eso lo que quieres, maldita
sea, quieres que me tire en la calle, aquí mismo, y me arrastre y grite?
Cállate, hagamos esto bien, ¡no les demos nada!
Caminaron un poco más.
-Muy bien -dijo Leonora, con los puños apretados, la cabeza erguida -. Ya
no lloro. No quiero llorar.
-Bien, eso está muy bien.
Y todavía, curiosamente, no habían dejado atrás la carnicería. La visión
horrorosa y roja se alzó a la izquierda de John y Leonora Webb mientras se
adelantaban lentamente por la acera que el sol calentaba. Las cosas que
colgaban de los ganchos parecían pecados, o actos brutales, malas
conciencias, pesadillas, banderas ensangrentadas, y promesas rotas. Las
reses rojas, oh, las reses rojas colgantes, húmedas y malolientes, las
reses colgadas de los ganchos parecían cosas desconocidas, desconocidas.
Mientras pasaban junto a la carnicería, algo impulsó a John Webb a alargar
una mano y golpear hábilmente un recto y colgado trozo de carne. Un
enjambre de moscas azules se alzó de pronto, zumbando agriamente, y
describió un cono brillante alrededor de la res.
-¡Son todos desconocidos! -dijo Leonora, con los ojos clavados ante ella,
caminando -. No conozco a ninguno de ellos. Me gustaría conocer a alguno.
¡Me gustaría que uno por lo menos me conociese!
Dejaron atrás la carnicería. El trozo de res, de aspecto irritable,
rojizo, se balanceaba a la luz cálida del sol.
Cuando dejó de balancearse, las moscas bajaron a cubrir la carne, como
una túnica hambrienta.
el siguiente en la fila
Era una pequeña caricatura de una plaza de pueblo. Había allí estos ingredientes frescos: la caja de bombones de un kiosco donde estallaba la música las noches de los jueves y los domingos; unos hermosos bancos de bronce y cobre patinados de verde con volutas y flores; hermosos senderos de mosaicos rosados y azules —azules como ojos de mujer recién pintados, rosados como maravillas ocultas de mujer—, y hermosos árboles podados y recortados en forma de caja de sombreros. Todo, desde la ventana del hotel, tenía la fresca amabilidad y la fantasía increíble que uno hubiera esperado encontrar en una villa francesa de fines de siglo. Pero no, esto era México, y ésta era una plaza en un pueblecito colonial mexicano, con un hermoso Teatro Municipal de la ópera, donde se exhibían películas a dos pesos la entrada: Rasputín y la emperatriz, La casona, Madame Curie, Aventura de amor, Los papás enamorados. Joseph salió al balcón, donde ardía el sol de la mañana, y se arrodilló junto a la balaustrada de hierro, apuntando con la cámara Brownie. Detrás, en el baño, corría el agua, y se oyó la voz de Marie:
—¿Qué estás haciendo?
—... una fotografía —murmuró Joseph
—... una fotografía —murmuró Joseph
.Marie preguntó de nuevo. Joseph apretó el obturador, se incorporó, movió el carrete, con los ojos entornados, y dijo:
—Tomando una fotografía de la plaza. Dios, cómo gritaban esos hombres anoche. No me dormí hasta las dos y media. Tendríamos que haber venido un día de reunión del Rotary.
—¿Cuáles son los planes para hoy?
—Iremos a ver las momias.
—Oh —dijo Marie. Hubo un largo silencio. Joseph entró, con la cámara colgando, y encendió un cigarrillo.
—Iré a verlas solo —dijo Joseph—, si no tienes ganas.
—No —dijo Marie, con una voz no muy firme—. Iré contigo. Pero espero que lo olvidemos pronto. Es un pueblecito tan encantador…
—¡Mira! —dijo Joseph, advirtiendo de reojo un movimiento. Corrió al balcón, y se quedó allí con el cigarrillo humeante, olvidado entre los dedos—. ¡Ven rápido, Marie!
—Me estoy secando —dijo Marie.
—Por favor, apresúrate —dijo Joseph, fascinado, mirando la calle.
Hubo un movimiento detrás de él, y luego un olor a jabón, agua, piel, toalla húmeda y agua de colonia. Marie estaba en el balcón.
—No te muevas —le dijo a Joseph—. Así podré mirar sin exhibirme. Estoy desnuda. ¿Qué pasa?
—¡Mira! —gritó Joseph.
Una procesión remontaba la calle. Un hombre iba adelante, con un bulto en la cabeza. Detrás venían mujeres envueltas en rebozos negros, mordiendo naranjas y escupiendo las cáscaras a la calle; junto a las mujeres, unos niños; adelante, hombres. Algunos mascaban caña de azúcar, mordiendo la corteza y arrancándola luego en largas tiras y chupando la pulpa suculenta y los jugos. Eran en total cincuenta personas.
—Joe —dijo Marie detrás de Joseph, tomándolo por el brazo.
No era un bulto común lo que llevaba sobre la cabeza el primer hombre de la procesión, en delicado equilibrio, como una pluma de pollo. El bulto estaba cubierto con una seda plateada, y tenía flecos de plata y rosetas de plata. Y el hombre lo sostenía cuidadosamente con una mano morena, balanceando la mano libre.
La procesión era un funeral y el bulto era un ataúd.
Joseph miró de reojo a su mujer. Marie tenía el color de la leche fresca. Había perdido el color rosado del baño. El corazón se le había hundido en algún vacío secreto. Se apoyaba con fuerza en el marco de la puertaventana, y miraba a la gente que subía por la calle, miraba cómo comían fruta, oía cómo hablaban tranquilamente entre ellos y reían. Olvidó que estaba desnuda.
La procesión era un funeral y el bulto era un ataúd.
Joseph miró de reojo a su mujer. Marie tenía el color de la leche fresca. Había perdido el color rosado del baño. El corazón se le había hundido en algún vacío secreto. Se apoyaba con fuerza en el marco de la puertaventana, y miraba a la gente que subía por la calle, miraba cómo comían fruta, oía cómo hablaban tranquilamente entre ellos y reían. Olvidó que estaba desnuda.
—Un niño o una niña que se ha ido a un mundo mejor ——dijo Joseph,—¿Adónde la llevan?
Marie no se sorprendió por esa elección del pronombre femenino. Se había identificado ya con el cuerpo minúsculo, envuelto como una fruta verde. Ahora, en este momento, la llevaban loma arriba en una cerrada oscuridad, como un hueso en un melocotón, y la niña, callada y aterrorizada, sentía las manos del padre en el exterior del ataúd, suave, silencioso y firme adentro.
—Al cementerio, naturalmente. Ahí la llevan —dijo Joseph mientras el humo del cigarrillo le nublaba los ojos como un filtro.
—No el cementerio.
—Sólo hay un cementerio en estos pueblos, lo sabes bien, y hacen todo deprisa. Esa niña ha muerto hace sólo quizás unas pocas horas.
—Unas pocas horas...Marie se volvió, ridícula, desnuda, sosteniendo apenas la toalla con las manos débiles. Caminó hacia la cama.
—Hace unas pocas horas estaba viva, y ahora...—Ahora corren loma arriba ——continuó Joseph—. Este clima no es bueno para los muertos. Hace calor, y no hay embalsamadores. Tienen que terminar todo enseguida.
—Pero no ese cementerio, ese sitio horrible -dijo Marie con una voz que parecía venir de un sueño.
—Oh, las momias —dijo Joseph—. No permitas que eso te obsesione.
Marie se sentó en la cama, golpeando una y otra vez la toalla que le cubría el regazo. Miraba hacia adelante; los ojos ciegos como los pezones oscuros. No veía a Joseph, ni veía tampoco el cuarto. Sabía que si él castañeteaba los dedos o tosía, ella ni siquiera levantaría la cabeza.
Marie se sentó en la cama, golpeando una y otra vez la toalla que le cubría el regazo. Miraba hacia adelante; los ojos ciegos como los pezones oscuros. No veía a Joseph, ni veía tampoco el cuarto. Sabía que si él castañeteaba los dedos o tosía, ella ni siquiera levantaría la cabeza.
—Comían fruta en ese funeral y se reían —dijo.
—Es una larga cuesta hasta el cementerio.
Marie se estremeció, convulsivamente, como un pez que trata de librarse de un anzuelo. Se tendió en la cama y Joseph la miró como alguien que examina en una actitud crítica, tranquila y despreocupada una mediocre escultura. Marie se preguntó ociosamente hasta qué punto las manos de Joseph habían intervenido en el ensanchamiento, el achatamiento y los cambios del cuerpo de ella. Éste, por cierto, no era el cuerpo con el que había empezado Joseph, Ya no era posible modificarlo ahora. Como una arcilla que el escultor ha humedecido descuidadamente, ya no podía tomar otra forma. Para modelar la arcilla uno la calienta con las manos, evapora la humedad con calor. Pero el hermoso verano había quedado atrás para ellos. Ya no había calor que pudiera absorber la humedad de los años que ahora le pesaban a ella en los pechos y el cuerpo. Cuando el calor desaparece, es maravilloso e inquietante descubrir con qué rapidez una vasija acumula en las células el agua destructora.
—No me siento bien —dijo, echada en la cama, pensando—. No me siento bien—repitió, pues Joseph no había respondido. Al cabo de uno o dos minutos se incorporó—. No nos quedemos aquí otra noche, Joe.
—Pero es un pueblo maravilloso.
—Sí, pero no nos queda nada por ver.
Marie se puso de pie. Sabía ya lo que vendría. Buen humor, alegría, ánimo, todo falso y esperanzado
—Podemos ir a Patzcuaro. En seguida. No tienes por qué ocuparte de las maletas. Yo me encargaría de todo, querido. Conseguiríamos fácilmente un cuarto en el Don Posada. Dicen que es un pueblo hermoso...
—Éste —dijo Joseph— es un pueblo hermoso.
—Las buganvillas crecen cubriendo los edificios...
—Éstas —Joseph señaló unas flores en la ventana— son buganvillas.
—... y podremos pescar, a ti te gusta pescar —dijo Marie, rápidamente—. Y yo podría pescar también, aprendería, sí. ¡Siempre quise aprender! Y dicen que los indios tarascos de allí son casi de facciones mongólicas, y apenas hablan español, y de Patzcuaro podríamos ir a Paracutin, cerca de Uruapan, y ahí hay unas cajas de laca hermosísimas. Oh, sería muy divertido, Joe. Haré las maletas. Tú no te molestes, yo...-Marie corrió hacia el baño y Joseph la detuvo:
—Marie.
—¿Sí?
—¿No dijiste que no te sentías bien?
—Es cierto, es cierto. Pero pensando en todos esos sitios encantadores...
—Es cierto, es cierto. Pero pensando en todos esos sitios encantadores...
—No hemos visto ni una décima parte de este pueblo —explicó Joseph pacientemente—. En la loma hay una estatua de Morelos. Quiero sacarle una foto. Y también a las casas francesas de los barrios altos... Hemos viajado quinientos kilómetros y hace apenas un día que estamos aquí y ya quienes ir a otra parte. Ya he pagado el hotel por otro día...
—Puedes pedir que te devuelvan el dinero.
—¿Por qué quieres irte? —dijo Joseph mirándola con una simplicidad atenta. -¿No te gusta el pueblo?
—Lo adoro —dijo Marie, las mejillas bancas, sonriendo—. Es tan verde y hermoso...
—Bueno —dijo Joseph—, entonces pasaremos aquí otra noche. Te gustará. Está decidido.
Marie empezó a hablar.
—¿Sí? —preguntó Joseph.
—Nada.
Marie cerró la puerta del cuarto de baño. Buscó rápidamente el botiquín y echó agua en un vaso. Necesitaba tomar algo para el estómago. Joseph se acercó a la puerta.
—Oye, Marie, no te preocupan las momias, ¿no es cierto?
—Nooo.
—¿El funeral entonces?
—Nooo, nooo.
—Porque si tienes miedo realmente, hacemos en seguida las maletas, ¿eh, querida?
Joseph esperó.
—No, no tengo miedo.
—Bravo -dijo Joseph.
Una pared de adobe rodeaba el cementerio, y en las cuatro esquinas unos angelitos se cernían desplegando unas alas de piedra, y en las cabezas torvas llevaban unas gorras de excrementos de pájaros, y en las manos tenían unos amuletos de la misma sustancia, y las caras eran indiscutiblemente pecosas. A la luz del sol, cálida y tersa, y que era como un no insondable, inmóvil, Joseph y Marie subieron por la loma, arrastrando unas sombras oblicuas y azules. Ayudándose, llegaron hasta la entrada del cementerio, tiraron de la puerta española de hierro azul, y entraron. Habían pasado unos pocos días desde la fiesta del Día de los Muertos, y unas cintas e hilachas de tela y cordones centelleantes colgaban como pelos de pesadilla de las estatuas de piedra, de los pulidos crucifijos labrados a mano, y de las tumbas que se alzaban sobre el suelo como marmóreas cajas de joyas. Había, estatuas en actitudes angélicas, de pie sobre montículos de grava, y unas piedras muy trabajadas, altas como hombres, que derramaban ángeles por los cuatro costados, y tumbas tan grandes y ridículas como camas puestas a secar al sol luego de algún accidente nocturno. Y en los cuatro muros del cementerio, metidos en bocas y nichos cuadrados, había ataúdes, detrás de planchas de mármol y yeso, y unos nombres grabados encima, y sobre los nombres colgaban unas grandes imágenes de latón, retratos baratos de los muertos tapiados. Pegados de cualquier modo a los distintos retratos había adminículos que los muertos habían amado en vida: talismanes de plata; cuerpos, piernas y brazos de plata; copas de plata, perros de plata, medallones religiosos de plata, trozos de crespón rojo y cintas azules. En algunos sitios unas láminas de latón mostraban a los muertos que subían al cielo en brazos de ángeles pintados al óleo. Mirando otra vez las tumbas, vieron los restos de la fiesta de la muerte. Las bolitas de sebo que las velas habían derramado sobre las piedras, los capullos marchitos de las orquídeas que yacían en las piedras lechosas como tarántulas aplastadas de color rojo purpúreo, algunas parecidas a órganos sexuales, fláccidos y marchitos. Había arcos de hojas de cactos, bambúes, cañas, ipomeas silvestres, muertas. Había también círculos de gardenias, y pimpollos secos de buganvillas. Todo el suelo del cementerio parecía un salón de baile luego de una danza frenética, que los participantes habían interrumpido de pronto. A un lado las mesas con confeti, cirios, cintas y sueños abandonados. Marie y Joseph se quedaron allí un rato, inmóviles, en el recinto caluroso y callado, entre las piedras y los cuatro muros. En un rincón lejano un hombrecito de pómulos altos, cara lechosa de ascendencia española, lentes gruesos, sombrero gris, pantalones arrugados y grises, y zapatos de lazo, se movía entre las piedras examinando el trabajo que otro hombre de mameluco hacía en una tumba, con una pala. El hombrecito de anteojos llevaba un periódico doblado bajo el brazo izquierdo y tenía las manos en los bolsillos.
—¡Buenos días, señora, señor!—dijo cuando al fin vio a Joseph y Marie, y fue hacia ellos.
—¿Es éste el sitio donde están las momias? —preguntó Joseph—. Hay momias,¿no es cierto?
—Sí, las momias —dijo el hombre—. Las hay, y están aquí, en las catacumbas.
—Por favor —dijo Joseph—.Yo quiero ver las momias, ¿sí?
—Sí, señor.
—Mi español es mucho estúpido, es muy malo –se disculpó Joseph.
—No, no, señor. Habla usted bien. Por aquí, por favor.
Los llevó entre las estatuas con flores hasta una sepultura escondida a la sombra de la pared. Era una tumba grande y chata, enrojecida por la grava, con una puerta trampa de madera, suelta en los goznes. La puerta yacía apartada a un lado y se veía un agujero redondo y unos escalones que se hundían en la tierra. Antes que Joseph pudiera moverse Marie ya había puesto el pie en el primer escalón.
Los llevó entre las estatuas con flores hasta una sepultura escondida a la sombra de la pared. Era una tumba grande y chata, enrojecida por la grava, con una puerta trampa de madera, suelta en los goznes. La puerta yacía apartada a un lado y se veía un agujero redondo y unos escalones que se hundían en la tierra. Antes que Joseph pudiera moverse Marie ya había puesto el pie en el primer escalón.
—Un momento —dijo Joseph—, yo primero.
—No, está bien —dijo Marie, y descendió por la espiral cada vez más oscura, hasta que al fin desapareció. Pisaba con cuidado, pues en los escalones apenas cabía el pie de un niño.
La oscuridad aumentaba gradualmente, y Marie oía detrás los pasos del guardián. La luz volvió de pronto. Habían llegado a un vestíbulo de paredes blancas a media docena de metros bajo el nivel del suelo, iluminado por unas pocas ventanas góticas que se abrían en el cielo raso abovedado. El vestíbulo tenía cincuenta metros de largo y terminaba a la izquierda en una puerta doble de vidrios rectangulares, y allí un letrero advertía: PROHIBIDA LA ENTRADA. En el extremo derecho del vestíbulo se amontonaban unos palos blancos y unas piedras redondas también blancas.
—Los soldados que lucharon por el padre Morelos —dijo el guardián.
Se acercaron. Los huesos estaban puestos ordenadamente unos sobre otros, y en la cima había un montón de mil calaveras secas.
—Las calaveras y los huesos no me impresionan —dijo Marie—. No tienen nada de humano. No me asustan. Son como cosas de insectos. Si un niño creciera sin saber que tiene un esqueleto, los huesos no significarían nada para él, ¿no es así? A mí me pasa lo mismo. Esto ha perdido todo lo humano. No se los reconoce y por eso mismo no son horribles. Para que algo sea horrible tiene que haber sufrido un cambio que uno pueda reconocer. No hay cambios aquí. Son todavía esqueletos, lo que fueron siempre. La parte que cambió ha desaparecido, y no queda ninguna señal. ¿No es interesante?
Joseph asintió con un movimiento de cabeza. Marie cobró ánimo.
—Bueno —dijo—, veamos las momias.
—Aquí, señora —dijo el guardián.
—Aquí, señora —dijo el guardián.
Los llevó al otro extremo del vestíbulo y cuando Joseph le dio un peso abrió el candado que cerraba las puertas de vidrio y las abrió de par en par, y Marie y Joseph descubrieron una sala todavía más grande, sombría, donde estaba la gente.
La gente esperaba adentro en una larga fila bajo el techo abovedado. Había cincuenta y cinco apoyados en la pared de la derecha, y otros cincuenta y cinco apoyados en la pared de la izquierda, y cinco en la pared del fondo.
La gente esperaba adentro en una larga fila bajo el techo abovedado. Había cincuenta y cinco apoyados en la pared de la derecha, y otros cincuenta y cinco apoyados en la pared de la izquierda, y cinco en la pared del fondo.
—¡Señor Interlocutor! —dijo Joseph, vivamente.
No parecían nada más que las estructuras preliminares de un escultor: el marco de alambre, los primeros tendones de arcilla, los músculos y una delgada laca de piel. Estaban sin terminar, los ciento quince.
Tenían el color del pergamino, y parecía que la piel había sido puesta a secar, extendida de hueso a hueso. Los cuerpos estaban intactos, y sólo habían perdido los humores acuosos.
—El clima —dijo el guardián—. Los preserva. Muy seco.
—¿Cuánto hace que están aquí? —preguntó Joseph.
—Algunos un año, otros cinco, señor, otros diez, O setenta.
Hubo un desconcierto horrorizado. Uno miraba al primer hombre de la derecha, colgado de la pared, sostenido con un alambre, y molestaba mirarlo, y entonces uno se volvía hacia la mujer de al lado, que no parecía una persona real, y luego hacia un hombre que era horrible, y luego hacia una mujer que estaba muy triste por haber muerto y encontrarse en un sitio semejante.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Joseph.
—Los parientes no pagan el alquiler de las tumbas.
—¿Hay un alquiler?
—Sí, señor. Veinte pesos al año. O, para un enterramiento permanente, ciento setenta pesos. Pero nuestra gente es muy pobre, como usted debe de saber, y ciento setenta pesos es más de lo que muchos pueden ganar en un año. De modo que traen a sus muertos y los entierran por un año y pagan los veinte pesos, con la buena intención de seguir pagando todos los años, pero todos los años luego de ese primer año tienen que comprar un burro o hay una boca nueva que alimentar, o quizá tres nuevas bocas, y los muertos, después de todo, no tienen hambre, y los muertos, después de todo, no tiran de los arados; o hay una mujer nueva, o un techo que necesita un arreglo, y los muertos, recuerde usted, no se acuestan con un hombre y los muertos, como usted entiende, no tapan goteras, y por todo eso no pagan el alquiler de los muertos.
—¿Qué ocurre entonces? ¿Escuchas, Marie?
Marie contaba los cadáveres. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.
—¿Qué? —preguntó en voz baja.
—¿Escuchas?
—Sí, creo que sí. ¡Oh, sí! Estoy escuchando. Ocho, nueve, diez, once, doce, trece.
—Bueno, entonces —dijo el hombrecito—, llamo a un trabajador al terminar el primer año y el hombre cava y cava. ¿Cuánto cree usted que cavamos, señor?
—Dos metros, es lo que se acostumbra.
—Ah, no. Ah, no. Se equivoca usted, señor. Como sabemos que al cumplirse el primer año es muy posible que no paguen el alquiler, enterramos a los más pobres a medio metro. Menos trabajo, ¿entiende usted? Por supuesto, todo depende de la familia dueña del cadáver. A algunos los enterramos a un metro, a otros a un metro y medio y a algunos a dos metros, de acuerdo con el dinero que tenga la familia, cuando es posible que no haya que sacarlo de la tumba un año después. Y permítame decirle, señor, cuando enterramos a un hombre a dos metros estamos muy seguros de que se quedará ahí. Nunca hemos desenterrado hasta ahora a un hombre que estaba a dos metros. Sí, sabemos cuánto dinero tiene la gente.
Veintiuno, veintidós, veintitrés. Los labios de Marie se movían en un leve susurro.
—Y los cuerpos desenterrados son puestos aquí contra la pared, junto con los otros compañeros.
—¿Los parientes saben que están aquí?
—Sí.
El hombrecito señaló con el dedo
—. Ése, ¿ve usted?, es nuevo. Está aquí desde no hace más de un año. Los padres saben que está aquí. Pero ¿tienen dinero? Ah, no.
—¿No es horrible para los padres?
—Nunca lo piensan —dijo el hombrecito, muy serio.
—¿Oíste eso, Marie?
—¿Qué?
—Treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro…
—.Sí. Nunca lo piensan.
—¿Y qué pasa si luego pagan el alquiler?
—Bueno —dijo el guardián—, lo enterramos otra vez por tantos años según sea la suma pagada.
—Parece un chantaje —dijo Joseph.
El hombrecito se encogió de hombros, con las manos en los bolsillos.
—Tenemos que vivir.
—Pero ustedes están seguros de que nadie pagará los ciento setenta pesos de una vez—dijo Joseph—. De ese modo les sacan veinte pesos, año tras año, quizá durante treinta años. Si no pagan, los amenazan con traer la
Mamacita o el niño a la catacumba.
—Tenemos que vivir —dijo el hombrecito.
Cincuenta y uno, cincuenta y dos, cincuenta y tres. Marie contó desde el centro del corredor largo; había muertos apoyados en todos los muros. Los muertos gritaban. Parecía como si hubiesen saltado, saliendo muy tiesos de las tumbas, apretándose con las manos los pechos encogidos, y gritaban ahora, y en las mandíbulas desencajadas asomaban las lenguas. Y así habían quedado para siempre. Todos tenían las bocas abiertas. Era un grito que no cesaba nunca. Estaban muertos y lo sabían. Las fibras resecas y los órganos consumidos lo sabían. Marie escuchó un rato los gritos. Dicen que los perros perciben sonidos que los humanos no oyen nunca, de muchos decibelios por encima de los sonidos normales.
Había muchos gritos en el corredor. Gritos que salían de unas bocas abiertas por el miedo, y de unas lenguas secas, gritos que nadie oía porque eran demasiado altos. Joseph se acercó a uno de los cuerpos en pie.
—Diga «ah» —dijo.
Sesenta y cinco, sesenta y seis, sesenta y siete, contó Marie, entre los gritos de los muertos.
—Aquí hay uno interesante —dijo el propietario.
Vieron una mujer con los brazos levantados, la boca abierta, los dientes intactos, el pelo desordenado y florecido, largo y brillante. Los ojos eran unos huevecitos celestes en el cráneo.
—Pasa a veces. Esta mujer es una cataléptica. Un día cae al suelo, pero no está muerta de veras, pues muy adentro el pequeño tambor del corazón golpea, tan débil que nadie lo oye. De modo que la enterraron en el cementerio en un hermoso cajón...
—¿No sabían que era cataléptica?
—Las hermanas lo sabían. Pero pensaron que esta vez había muerto al fin. Y en este pueblo caluroso los funerales son siempre breves.
—¿La enterraron pocas horas después?
—Sí, lo mismo. Todo esto, tal como la ven, no se habría sabido nunca si las hermanas no se hubieran negado a pagar la renta, un año más tarde. Necesitaban el dinero para otras cosas. De modo que cavamos con mucho cuidado y llevamos arriba el ataúd y sacamos la tapa y la pusimos a un lado y miramos...
Marie clavó los ojos. Esta mujer había despertado bajo la tierra. Había clavado las uñas en la tapa, había gritado, golpeando con los puños, y había muerto sofocada, en esta actitud con las manos sobre la cara jadeante, los ojos horrorizados, despeinada.
—Note, señor, la diferencia entre las manos de esta mujer y las de las otras —dijo el encargado—. Los dedos de los otros se apoyan pacíficamente en las caderas, tranquilos como rositas. ¿Los de esta mujer? Ah, crispados, retorcidos, como si golpearan queriendo levantar la tapa.
—¿No puede ser la causa el rigor mortis?
—Créame, señor, el rigor mortis no golpea tapas. El rigor mortis no grita de este modo, no se retuerce ni trata de arrancar clavos, señor, ni aparta tablas buscando aire. Todos los otros tienen la boca abierta, sí, porque no se les inyectó el fluido para embalsamarlos; gritan, pero es sólo un grito de los músculos. Esta señorita, en cambio, ha tenido una muerte horrible.
Marie caminó, arrastrando los pies, volviéndose primero a este lado, y luego al otro. Cuerpos desnudos. Las ropas se habían desvanecido mucho tiempo antes. Los pechos de la mujer gorda eran bollos de levadura reseca, abandonados en el polvo. Las ingles del hombre eran orquídeas sumidas y marchitas.
—El señor Mueca y el señor Bostezo —dijo Joseph.
Apuntó la cámara a dos hombres que parecían estar conversando: las bocas en medio de una frase, las manos gesticulantes y duras, en una charla desaparecida hacía tiempo. Joseph disparó el obturador, movió la película, enfocó la cámara a otro cuerpo, disparó el obturador, movió la película, se volvió hacia otro cuerpo.
Ochenta y uno, ochenta y dos, ochenta y tres. Mandíbulas caídas, lenguas que asoman como lenguas de niños burlones, ojos de color castaño pálido en órbitas secas, cabellos encerados y endurecidos por la luz del sol, afilados como púas, clavados entre los labios, las mejillas, los párpados, la frente. Pequeñas barbas en los mentones y en los pechos y en los vientres. Carne como parches de tambor y manuscritos y masa de pan encrespada. Las mujeres, deformadas figuras de sebo, fundidas en la muerte, de cabellos disparatados, como nidos hechos, deshechos y rehechos. Los dientes, todos sanos, todos hermosos, todos perfectos, en las mandíbulas.
Ochenta y seis, ochenta y siete, ochenta y ocho. Los ojos de Marie se movieron rápidamente. A lo largo del corredor, revoloteando. Contando, apresurándose, no deteniéndose ¡nunca. ¡Adelante! ¡Rápido! ¡Noventa y uno, noventa y ¡dos, noventa y tres! Ahí un hombre, el estómago abierto como un árbol hueco donde se dejan las caritas de amor cuando uno tiene once años. Los ojos, de Marie entraron en el espacio abierto bajo las costillas. Marie espió. La espina dorsal, los huesos de la pelvis. El resto era tendones, pergamino, hueso, ojo, mandíbula barbada, oreja, nariz tapada. Y el ombligo carcomido, como el molde de un budín.
¡Noventa y siete, noventa y ocho! ¡Nombres, lugares, fechas, cosas!
—¡Esta mujer murió de parto!
Como una muñequita hambrienta, la niña nacida prematuramente colgaba de unos alambres en la cintura de la mujer.
—Éste era soldado. Todavía tiene parte del uniforme...
Los ojos de Marie tropezaron con la pared más lejana después de pasar de un horror a otro, adelantándose y retrocediendo, de cráneo a cráneo, saltando de costilla en costilla, mirando con hipnotizada fascinación los ijares paralizados, descarnados, inertes, los hombres transformados en mujeres por obra de la evaporación, las mujeres transformadas en cerdas de ubres crecidas. El terrible rebote de la visión, que aumentaba y aumentaba, tomando ímpetu de un pecho hinchado a una boca torcida, de muro a muro, de muro a muro, otra vez, otra vez, como una pelota arrojada en un juego, recogida por unos dientes increíbles, escupida en una corriente que cruzaba el corredor y alcanzada luego por unas garras, alojada entre unos pechos flacos, y todo el coro de pie cantando invisiblemente, y animando el juego, el juego disparatado de la vista que retrocedía, rebotaba, con repetido movimiento de lanzadera a lo largo de la procesión inconcebible, a través de una sucesión de horrores erectos que terminaba al fin y de una vez por todas cuando la visión chocaba en el extremo del corredor y todos daban un último grito. Marie se volvió y miró el otro extremo, donde los escalones subían en espiral a la luz del día. Qué talentosa era la muerte. Cuántas expresiones y movimientos de la mano, la cara, el cuerpo, que no se repetían nunca. Los muertos se alzaban como los tubos desnudos de un vasto órgano arruinado, de bocas frenéticas. Y ahora la mano de la locura descendía sobre todas las teclas a la vez, y el órgano emitía un grito interminable, por un centenar de gargantas.
Un clic de la cámara y Joseph enrolló la película. Un clic de la cámara y Joseph enrolló la película.
Moreno, Morelos, Cantino, Gómez, Gutiérrez, Villanosul, Ureta, Lincón,Navarro, Iturbe; Jorge, Filomena, Nena, Manuel, José, Tomás, Ramona. Este hombre caminaba y este hombre cantaba y este hombre tenía tres mujeres, y este hombre murió de esto, y aquél de aquello, y el tercero de otra cosa, y el cuarto fue fusilado, y el quinto fue apuñalado, y el sexto cayó muerto de pronto, y el séptimo se emborrachó hasta morir, y el octavo murió de amor, y el noveno se cayó del caballo, y el décimo tosió sangre, y el undécimo tuvo un ataque al corazón, y el duodécimo se reía mucho, y el decimotercero bailaba muy bien, y el decimocuarto era el más hermoso de todos; el decimoquinto tenía diez hijos y el decimosexto es uno de esos hijos lo mismo que el decimoséptimo; y el decimoctavo se llamaba Tomás y tocaba bien la guitarra; los tres siguientes segaban maíz en los campos y tenían tres amantes cada uno; el vigésimo segundo nunca fue amado, el vigésimo tercero vendía tortillas, y las preparaba él mismo delante del Teatro de la ópera en una estufa de carbón, y el vigésimo cuarto le pegaba a su mujer y ahora ella camina orgullosa por el pueblo y es feliz con otros hombres y aquí está el marido perplejo ante tanta injusticia, y el vigésimo quinto se bebió litros de agua de río y lo sacaron con una red, y el vigésimo sexto era un pensador y el notable cerebro duerme ahora en el cráneo como una ciruela pasa.
—Me gustaría sacarles una foto en colores a todos, y anotar los nombres y cómo murieron ——dijo Joseph—. Sería un libro asombroso e irónico. Cuanto más lo piensas, más te entusiasmas. Las biografías de cada uno, y luego la fotografía del cadáver de pie.
Joseph golpeó los pechos, levemente. Se oyó un sonido hueco, como si alguien hubiera golpeado una puerta. Marie se abrió paso entre gritos que colgaban alrededor como una red. Caminó con paso firme, por el centro del corredor, no lentamente, pero tampoco demasiado rápido, hacia la escalera de caracol, sin mirar a los lados. Clic. La cámara detrás de Marie.
—¿Tiene espacio para más? ——dijo Joseph.
—Sí, señor. Muchos más.
—Me gustaría ser el siguiente en la fila, el siguiente en la lista de usted.
—Ah, no, señor, nadie desea ser el siguiente.
—Usted no me vendería uno, ¿no?
—Oh, no, no, señor. Oh, no, no. Oh, no, señor.
—Le daré cincuenta pesos.
—Oh, no, señor, no, no, señor.
En el mercado, lo que quedaba de los cráneos de caramelo, después de la Fiesta de la Muerte, era vendido en mesitas endebles. Unas mujeres envueltas en rebozos negros aguardaban en silencio, hablando a veces entre ellas, junto a los dulces esqueletos de azúcar, los cadáveres de sacarina y los cráneos de caramelo blanco. Cada uno de los cráneos tenía un nombre arriba, dibujado con azúcar dorada: José o Carmen o Ramón o Tina o Guillermo o Rosa. El precio era bajo. El Festival de la Muerte había concluido. Joseph pagó un peso y le dieron dos cráneos de caramelo. Marie esperaba en la calle angosta. Vio las calaveras de dulce, y a Joseph y las mujeres de oscuro que ponían las calaveras en un saquito de papel.
—No, de veras —dijo Marie.
—¿Por qué no?
—No en seguida.
—¿Hablas de las catacumbas?
Marie asintió.
—Pero éstos son buenos —dijo Joseph.
—Parecen venenosos.
—¿Sólo porque tienen forma de cráneos?
—No. El azúcar parece estropeada. No sabes quién los hizo. Quizá tienen el cólico.
—Mi querida Marie, todos en México tienen el cólico.
—Puedes comerte los dos —dijo Marie.
—Ay, pobre Yorick —dijo Joseph, buscando en el saco de papel. Caminaron entre edificios altos, de ventanas de marco amarillo y rejas de hierro rosado, y el aroma de los tamales llegaba a la calle, y se oía un sonido de fuentes ocultas que derramaban agua sobre unas losas Y de pájaros que se apiñaban y piaban en jaulas de bambú, y de alguien que tocaba Chopin en un piano.
—Chopin, aquí —dijo Joseph—. Qué raro y bueno. —Alzó los ojos—. Me gusta ese puente. Tenme esto.
Le alcanzó a Marie el saco de caramelos mientras tomaba la fotografía de un puente rojo que unía dos edificios blancos y de un hombre que cruzaba el puente con un sarape rojo al hombro
— Magnífico— dijo Joseph.
Marie caminaba mirando a Joseph, apartando un momento los ojos y mirándolo de nuevo, moviendo en silencio los labios, volviendo los ojos aquí y allá; y un músculo del cuello, bajo la barbilla, se le había endurecido como un alambre, y un nervio le palpitaba en la frente. Pasó el saco de caramelos de una mano a la otra. Subió a una acera, se inclinó hacia atrás de algún modo, hizo un ademán, dijo algo apropósito del equilibrio, y dejó caer el saco
.—¡En nombre de Dios! —Joseph recogió rápidamente el saco—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Torpe!
—Me habría roto el tobillo ——dijo Marie—. Creo.
—Eran los cráneos mejores, y los dos hechos trizas. Quería guardarlos para los amigos.
—Lo siento —dijo Marie, vagamente.
—Pero ¡Cristo, oh, maldición! —Miró con mala cara dentro del saco—. No creo que encuentre otros tan buenos. Oh, no sé, ¡mejor no pensarlo!
Soplaba el viento y Joseph y Marie estaban solos en la calle; Joseph clavando los ojos en los pedazos de caramelo, Marie envuelta en las sombras, y el sol del otro lado de la calle, y nadie alrededor, y el mundo muy lejos, y ellos dos solos, a tres mil kilómetros de cualquier parte, en la calle de un pueblo falso donde no había nada detrás ni a los lados sino el desierto vacío y unos buitres que volaban en el cielo. Encima del Teatro de la ópera, a una manzana de distancia, las doradas estatuas griegas se alzaban a la luz del sol, y en una cervecería un fonógrafo atronaba el aire:
Ay, marimba... Corazón...y muchas otras palabras extrañas que se iban en el viento. Joseph cerró el saco retorciéndolo y se lo metió furiosamente en el bolsillo. Caminaron de vuelta al almuerzo de las dos y media en el hotel.
Joseph se sentó a la mesa con Marie, sorbiendo de la cuchara una sopa de albóndigas, en silencio. En dos ocasiones Marie comentó animadamente los murales, y Joseph la miró un rato, sorbiendo. El paquete de cráneos rotos estaba sobre la mesa...Una mano morena retiró los platos de sopa, y puso una fuente de enchiladas.
Marie miró la fuente. Había dieciséis enchiladas. Marie tomó el cuchillo y el tenedor para servirse una enchilada, y se detuvo. Puso otra vez los cubiertos a los lados del plato. Echó una mirada a las paredes y luego a su marido y luego a las dieciséis enchiladas. Dieciséis. Una al lado de la otra. Una fila larga y apretada. Marie las contó. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis.
Joseph se sirvió una y empezó a comer. Seis, siete, ocho, nueve, diez, once. Marie dejó caer las manos en el regazo. Doce, trece, catorce, quince, dieciséis. Marie dejó de contar.
—No tengo hambre —dijo.
Joseph sé sirvió otra enchilada.
El relleno estaba envuelto en una hoja de tortilla de maíz. Era delgada, y Joseph la cortó y se la llevó a la boca, y Marie masticó mentalmente junto con Joseph, cerrando los ojos.
—¿Eh? —preguntó Joseph.
—Nada —dijo Marie.
Quedaban trece enchiladas, como paquetitos, como rollos de papel. Joseph comió cinco más.
—No me siento bien —dijo Marie.
—¿Por qué no comes?
—No. Joseph apartó el plato, y luego abrió el saquito y sacó uno de los cráneos rotos.
—No aquí —dijo Marie.
—¿Por qué no? —Y Joseph se llevó a la boca un terrón de azúcar, y se puso a masticar—. No está mal ——dijo, pensando en el gusto. Tomó otra sección del cráneo—. No está mal, de veras.
Marie miró el nombre en el cráneo que Joseph estaba comiendo. María, leyó.
....
....
Era tremendo el modo como Marie ayudaba a empacar. Joseph había visto en el cine a esos hombres que saltan desde el trampolín a una piscina, y un momento más tarde saltan hacia atrás en una fantasía aérea y aparecen de nuevo sanos y salvos en el trampolín. Ahora, mientras miraba' los trajes y vestidos entraban volando en las cajas y maletas, los sombreros eran como pájaros que cruzaban el aire y eran apresados en sombrereras brillantes y redondas, los zapatos parecían correr por el piso como ratones y se metían de un salto en las cajas. Las tapas de las maletas cayeron ruidosamente, los broches se cerraron, las llaves giraron.
—¡Ya está! —gritó Marie—. ¡Todo empacado! Oh, Joe, te agradezco tanto que hayas cambiado de parecer.
Fue hacia la puerta.
—Eh, deja que te ayude —dijo Joseph.
—No son pesadas —dijo Marie.
—Pero nunca llevas las maletas. Nunca. Llamaré a un muchacho.
—Tonterías —dijo Marie, sin aliento. En el pasillo un muchacho tomó las maletas.
—¡Señora, por favor!
—¿No hemos olvidado nada? —Joseph miró debajo de las dos camas, salió al balcón y miró la plazoleta, entró, fue al cuarto de baño, miró en el armario y en la palangana.
—Toma —dijo, apareciendo de nuevo y dándole algo a Marie—.Olvidabas el reloj de pulsera.
—¿Sí?- Marie se puso el reloj y salió del cuarto.
—No sé —dijo Joseph—. Se ha hecho tarde. No sé si debiéramos irnos ahora.
—Son sólo las tres y media —dijo Marie—. Las tres y media.
—No sé —dijo Joseph, indeciso.
Miró alrededor del cuarto, salió, cerró la puerta, y fue escaleras abajo sacudiendo las llaves. Marie ya estaba afuera en el coche, instalada, con el abrigo doblado en el regazo, y las manos enguantadas dobladas sobre el abrigo. Joseph salió, examinó el equipaje puesto en el maletero del coche, fue hasta la portezuela de adelante y golpeó la ventanilla. Marie le abrió.
—¡Bueno, allá vamos! —Marie gritó riendo, la cara rosada, los ojos encendidos. Se inclinaba hacia adelante, como si este movimiento pudiera llevar el coche, alegremente, loma abajo.— Gracias, querido, por permitirme que te devolviera el dinero del cuarto. Estoy segura de que estaremos mucho mejor en Guadalajara, esta noche. ¡Gracias!
—Sí —dijo Joseph. Puso la llave y apretó el acelerador. No pasó nada. Joseph pisó el acelerador de nuevo. Marie torció la boca.
—Necesita calentarse —dijo—. Hizo frío anoche.
Joseph probó otra vez. Nada. Marie dejó caer las manos en el regazo. Joseph probó otras seis veces.
—Bueno —dijo, recostándose en el asiento.
—Prueba una vez más, y verás que arranca —dijo Marie.
—Es inútil —dijo Joseph—. Algo anda mal.
—Bueno, pero prueba una vez más. Joseph probó una vez más.
—Arrancará, estoy segura —dijo Marie—. ¿Está puesto el encendido?
—Está puesto el encendido —dijo Joseph—. Sí, está puesto.
—No parece —dijo Marie.
—Está. —Joseph mostró moviendo la llave.
—Bueno, prueba ahora —dijo Marie.
—Bueno —dijo Joseph, cuando no ocurrió nada—. Te lo dije.
—¡No lo hiciste bien, casi arrancó esta vez! —gritó Marie.
—Gastaré la batería, y Dios sabe dónde puedes comprar aquí una batería.
—Gástala entonces. ¡Estoy segura de que ahora funcionará!
—Bueno, si sabes tanto, prueba tú. —Joseph se deslizó fuera del coche y movió la mano indicándole a Marie que se sentara al volante—. ¡Vamos!
Marie se mordió los labios y se instaló al volante. Movió las manos y el cuerpo como en una pequeña ceremonia mística, como si quisiera vencer la gravedad, la fricción y todas las leyes de la naturaleza. Golpeó el acelerador con el zapato de punta descubierta. El coche se quedó solemnemente quieto. Los labios apretados de Marie dejaron escapar un breve chillido. Apretó el acelerador a fondo sacudiendo el regulador, y un olor claro se elevó en el aire.
Marie se mordió los labios y se instaló al volante. Movió las manos y el cuerpo como en una pequeña ceremonia mística, como si quisiera vencer la gravedad, la fricción y todas las leyes de la naturaleza. Golpeó el acelerador con el zapato de punta descubierta. El coche se quedó solemnemente quieto. Los labios apretados de Marie dejaron escapar un breve chillido. Apretó el acelerador a fondo sacudiendo el regulador, y un olor claro se elevó en el aire.
—Lo has ahogado —dijo Joseph—. Magnífico. Vuelve a tu sitio, ¿quieres?
Joseph consiguió tres muchachos para ayudarlo a empujar el coche loma abajo. Saltó al coche para guiarlo. El coche rodó rápidamente, saltando y traqueteando. La cara se le iluminó a Marie.
—¡Esto lo pondrá en marcha! —dijo.
Nada lo puso en marcha. Se acercaron despacio a la estación de gasolina, al pie de la loma, saltando suavemente sobre el empedrado, y se detuvieron junto a los tanques. Marie se quedó en el coche, en silencio, y cerró la ventanilla, y cuando el empleado salió de la estación tuvo que dar la vuelta hasta el lado del marido. El mecánico alzó la cabeza del motor, miró a Joseph con el ceño fruncido, y los dos hablaron en español, en voz baja. Marie bajó la ventanilla y escuchó. Los dos hombres siguieron hablando.
—¿Qué dice? —preguntó Marie.
El mecánico moreno señalaba el motor. Joseph asentía.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Marie. Joseph se volvió, enfurruñado.
—Espera un momento, ¿quieres? No puedo atender a los dos.
El mecánico tomó a Joseph por el codo. Hablaron mucho.
—¿Qué dice ahora? —preguntó Marie.
—Dice... —comenzó a decir Joseph, y se interrumpió cuando el mexicano lo llevó hasta el motor y le pidió que se inclinara y mirara.
—¿Cuánto costará? —gritó Marie a las espaldas dobladas de los hombres.
El mecánico le habló a Joseph.
—Cincuenta pesos.
—¿Cuánto tiempo llevará?-- Joseph le preguntó al mecánico. El hombre se encogió de hombros y discutieron cinco minutos.
—¿Cuánto tiempo llevará? —repitió Marie.
La discusión continuó. El sol descendió en el cielo. Marie miró la luz sobre los árboles altos del cementerio. Las sombras subieron y subieron hasta que el valle se oscureció y sólo el cielo era claro, intacto y azul.
—Dos días, quizá tres —dijo Joseph, volviéndose a Marie.
—¡Dos días! ¿No puede arreglarlo a medias como para que lleguemos a la ciudad más próxima?
Joseph le preguntó al hombre. El hombre respondió. Joseph le dijo a su mujer:
—No, tiene que hacer todo el trabajo.
—Pero eso es una tontería, una tontería sin remedio, no tiene por qué arreglarlo del todo. Díselo, Joe, díselo. Que lo arregle ahora...
Ninguno de los dos hombres le prestó atención. Estaban hablando de nuevo, muy serios.
Esta vez todo fue muy lento. Joseph deshizo él mismo su maleta. Marie dejó la suya junto a la puerta.
—No necesito nada —dijo.
—Necesitas un camisón —dijo Joseph.
—Dormiré desnuda —dijo Marie.
—Bueno, no es culpa mía —dijo Joseph—. Ese coche maldito...
—Puedes ir allí abajo y ver cómo trabajan, más tarde —dijo Marie, sentándose en el borde de la, cama. Estaban en otro cuarto. Marie se había negado a que les dieran el mismo de antes. Dijo que no podía soportarlo. Quería un cuarto nuevo, y así parecería al menos que estaban en otro hotel de otra ciudad. De modo que éste era un cuarto nuevo, con vista a un callejón y las alcantarillas y no a la plaza y los árboles—. Tendrás que vigilar el trabajo, Joe. Si no lo haces, ¡sabes que tardarán semanas! —dijo Marie, y miró a Joseph—. Ya tendrías que estar allí, en vez de perder el tiempo dando vueltas.
—Iré —dijo Joseph.
—Espera, bajaré contigo. Quiero comprar algunas revistas.
—No encontrarás revistas norteamericanas en un pueblo como éste.
—Puedo mirar, ¿no puedo?
—Además no nos queda mucho dinero —dijo Joseph—. No quisiera telegrafiar al banco. Lleva un tiempo increíble y no vale la pena.
—Pero podré comprar mis revistas —dijo Marie.
—Quizás una o dos —dijo Joseph.
—Tantas como quiera —dijo Marie, terca, desde la cama.
—Por amor de Dios, tienes un millón de revistas en el coche, ¡Post, Colliers, Mercury, Atlantic Monthly, Barnaby, Superman! No has leído la mitad de los artículos.
—Pero no son revistas nuevas —dijo Marie—. No son nuevas. Ya las miré, y una vez que miras algo ya no...
—Trata de leerlas en vez de mirarlas —dijo Joseph. Bajaron las escaleras y en la plaza ya era de noche.
—Dame unos pocos pesos —dijo Marie, y Joseph se los dio—. Enséñame apedir revistas en español.
—Quiero una publicación americana —dijo Joseph caminando rápidamente. Marie repitió la frase, tropezando, y se rió.
—Gracias.
Joseph fue adelante hacia el taller mecánico, y Marie se quedó en la primera botica y todas las revistas que había allí eran de colores raros y de nombres raros. Leyó los títulos con rápidos movimientos de los ojos y miró al viejo detrás del mostrador.
—¿Tiene revistas americanas? —preguntó en inglés, no atreviéndose a hablaren español. El viejo se quedó mirándola.
—¿ Habla inglés? —preguntó Marie.
— No, señorita.
Marie trató de recordar las palabras exactas.
—Quiero... ¡No! —Se detuvo.
Empezó de nuevo— ¿Americano.., este....ma—gaziii—nas?
—¡Oh, no, señorita!
Marie abrió las manos a los lados de la cintura, y las cerró, como bocas. Abrió y cerró la boca. Tenía un velo delante de los ojos. Aquí estaba ella y aquí esta gente menuda de adobe quemado, a quienes no les podía decir nada, y que no decían ninguna palabra que ella entendiese, y ella estaba en un pueblo de gente que no le decía nada a ella y ella tampoco les decía nada excepto de un modo confuso y perplejo. Y todo alrededor del pueblo había desierto y tiempo, y el hogar estaba lejos, lejos en otra vida. Marie dio media vuelta y escapó. Fue de una tienda a otra y no encontró ninguna revista excepto las que exhibían en las portadas sangrientas corridas de toros o gente asesinada o sacerdotes cubiertos de encajes. Pero al fin encontró tres, ejemplares deteriorados del Post y los compró entre exclamaciones de entusiasmo y risas y le dio al vendedor de la tiendecita una buena propina. Salió apresuradamente llevando los Post apretados contra el pecho y caminó de prisa por la acera estrecha y saltó a la calle y corrió cantando la—la—la, y se, subió ala otra acera, bailando, sonrió interiormente, y se movió con rapidez, apretando más las revistas, con los ojos entornados, respirando el aire de carbón del atardecer, sintiendo el viento húmedo en las orejas. Las estrellas titilaban en un núcleo dorado sobre las figuras griegas posadas en el techo del Teatro de la ópera. Un hombre pasó en la oscuridad, bamboleándose, llevando un canasto en la cabeza. En el canasto había unas hogazas de pan. Marie vio al hombre y el canasto en equilibrio y de pronto no se movió, y la sonrisa se le borró adentro, y las manos ya no apretaron las revistas. Miró al hombre que de cuando en cuando alzaba serenamente la mano al canasto, para mantenerlo en equilibrio, y que al fin desapareció en la calle mientras las revistas se le caían a ella de las manos y se esparcían por la acera. Las recogió precipitadamente, corrió al hotel y casi se cayó mientras subía las escaleras.
Marie se sentó en el cuarto. Había apilado las revistas a los lados, y en el piso en un círculo. Se había edificado un pequeño castillo con defensas de palabras y se había metido dentro. Alrededor estaban las revistas que ella había comprado y leído. Y leído en otros días, y ésta era la muralla exterior, y de este lado de la muralla, sobre el regazo, todavía sin abrir, estaban los tres números estropeados del Post, pero no se atrevía a hojearlos y leerlos y leerlos y leerlos con ojos codiciosos, y le temblaban las manos. Abrió al fin la primera página. Hojearía las revistas muy lentamente, leyendo línea por línea, decidió. No se saltearía una frase, no olvidaría ni una coma, y clavaría los ojos en los anuncios más pequeños y en los dibujos. Y —sonrió al recordarlo— en esas otras revistas que estaban en el suelo había todavía anuncios y dibujos cómicos que había dejado a un lado, pequeños bocados que ella podría buscar y utilizar más tarde. Leería el primer Post esta noche, sí, esta noche el primer delicioso Post. Devoraría la revista página tras página ahora y en la noche siguiente, si había una noche siguiente, pero quizá no hubiese noche siguiente allí, quizás el motor empezara a funcionar y habría un olor de gases quemados y el zumbido de los neumáticos en el camino y el viento entraría por la ventanilla moviéndole el pelo como un gallardete, pero.... pero quizás hubiese una noche siguiente allí, en ese cuarto. Bueno, ahí estarían entonces los otros Post, uno para la noche siguiente, y el segundo para la segunda noche. Qué fácil todo, se dijo. Volvió la primera página. Volvió la segunda página. La miró de arriba abajo y de abajo arriba, y unos dedos que ella no conocía se deslizaron bajo la página siguiente y la levantaron preparándose para darla vuelta, y las manecillas se movían en el reloj de pulsera, y el tiempo pasó y ella, volvió las páginas, volvió las páginas, mirando ávidamente la gente enmarcada en fotografías, gente que vivía en otra tierra y otro mundo donde las luces de neón no permitían la invasión de la noche, un mundo de bares rosados donde los olores eran olores hogareños y la gente decía palabras hermosas y amables, y aquí estaba ella, volviendo las páginas, y todas las líneas se movían a un lado y hacia abajo, y las páginas pasaban bajo las manos, en abanico. Arrojó al suelo el primer Post, tomó el segundo y lo hojeó en media hora, lo dejó también, tomó el tercero y lo dejó quince minutos después, respirando rápidamente, rápidamente, aspirando aire con el cuerpo y echándolo por la boca. Se llevó la mano a la nuca. En alguna parte soplaba una brisa leve. El vello se le erizó lentamente a lo largo de la nuca. Lo tocó con una mano pálida como se toca la pelusa de una flor de diente de león. Afuera, en la plaza, las luces oscilaban como linternas enloquecidas al viento. Unos papeles corrían por la calle como manadas de ovejas. Unas sombras se dibujaban y borraban bajo las lámparas, ahora en este lado, ahora en aquél, aquí un asombra un instante, aquí una sombra en seguida, ahora ninguna sombra, luz fría en todas partes, ahora ninguna luz, luego sólo una luz fría negra y azul. Las lámparas crujían en los ganchos de metal.
Las manos le temblaban a Marie. Miró cómo le temblaban. Le tembló el cuerpo. Bajo los colores brillantes de la falda más brillante que había podido encontrar, y en la que se había metido y acomodado delante del espejo del tamaño de un ataúd, bajo la falda de rayón el cuerpo era todo alambres y tendones y excitación. Marie apretó las mandíbulas. Le rechinaron los dientes. Un labio aplastó otro labio, y la pintura se extendió en una mancha.
Joseph golpeó la puerta. Estaban listos para acostarse. Joseph había vuelto con la noticia de que algo le habían hecho al coche y que tardaría en arreglarlo. Iría a ver mañana.
—Pero no golpees la puerta —dijo Marie, desnudándose delante del espejo.
—Déjala sin llave entonces —dijo Joseph.
—Quiero dejarla cerrada. Pero no golpees. Llama.
—¿Qué tiene de malo golpear?
—Suena raro —dijo Marie.
—¿Qué quieres decir?
Marie no replicó. Estaba mirándose en el espejo desnuda, con las manos a los costados, y ahí en el espejo estaban los pechos y las caderas y el cuerpo todo, y el cuerpo se movía, y sentía el piso debajo y las paredes y el aire alrededor, y los pechos sentirían unas manos si unas manos los tocaban, y si le tocaban el vientre no se oiría un sonido hueco.
—Por favor —dijo Joseph—, no te quedes ahí admirándote.--Joseph estaba en la cama—. ¿Qué haces? —dijo—. ¿No dejarás de pasarte las manos por la cara?
Apagó las luces. Marie no podía hablarle a Joseph pues no conocía ninguna palabra que él conociera, y Joseph no decía nada que ella pudiera entender, y Marie se fue entonces a la cama y se acostó y Joseph se quedó quieto dándole la espalda y era como uno de esos hombres morenos de este pueblo lejano como la luna, y la tierra real estaba en alguna otra parte a la que no podía llegarse sino por una escalera de estrellas. Si hablaran esta noche, por lo menos, qué buena sería la noche, y qué fácil sería respirar y cómo le fluiría la sangre fácilmente por las venas de los tobillos y las muñecas y los brazos, pero no hablaban y la noche era diez mil tictacs y diez mil retorcimientos de las mantas, y la almohada parecía una estufita blanca bajo las mejillas, y la oscuridad del cuarto era un mosquito que tejía una red en el aire y que en alguna vuelta la envolvía a ella. Si se dijeran una palabra, una sola palabra... Pero no había palabras, y las venas no se distendían en las muñecas y el corazón soplaba como un fuelle sobre un brasero de miedo, animando el fuego con una luz de cereza, una vez y otra vez, un latido, y otra vez, una luz de adentro que los ojos interiores de Marie miraban con una fascinación involuntaria. Los pulmones no descansaban, y bajaban y subían como si ella hubiese estado mucho tiempo, debajo del agua y ahora se hiciese a si misma la respiración artificial, tratando de mantenerse con vida. Mientras, la transpiración lubricaba todas estas funciones, y Marie se encontró pegada a las mantas pesadas, como algo apretado, aplastado, fragante y húmedo entre las páginas blancas de un libro pesado. Y estando así acostada, regresaba de nuevo a la infancia, en las largas horas de medianoche. Ahora, y otra vez, el corazón le golpeaba el pecho como un tamboril histérico. Luego, serenamente, los pensamientos lentos y tristes de la infancia bronceada, cuando todo era sol sobre árboles verdes y sol sobre agua y sol sobre los cabellos rubios de una niña. Unas caras pasaban en los tiovivos de la memoria; una cara corría hacia ella, la enfrentaba, y se iba por la derecha; otra venía girando desde la izquierda, era un fragmento de conversación perdida, y desaparecía a la derecha. Alrededor y dando vueltas. Oh la noche era muy larga. Marie se consoló pensando en el coche en marcha, al día siguiente, el sonido del motor, aumentando, y el camino bajo las ruedas, y sonrió complacida en la oscuridad. Pero era posible que el coche no estuviera todavía arreglado. Se acurrucó en la sombra, como un papel que arde y se retuerce. Todos los pliegues y ángulos del cuerpo se le apretaron a Marie y tic—tic—tic marchó el reloj de pulsera, tic—tic—tic, y otro tic para que ella se marchitara todavía más...
La mañana. Marie miró a su marido, que descansaba suelto y estirado. Dejó caer una mano perezosa en el espacio fresco que separaba las camas. La mano de Marie había colgado así toda la noche en ese vacío. En una ocasión había extendido la mano hacia Joseph, pero el espacio era demasiado largo. Había recogido prontamente la mano, esperando que Joseph no hubiera notado ese movimiento silencioso. Ahí estaba acostado ahora. Los ojos serenamente cerrados, las pestañas entrelazadas como dedos. Respiraba con tanta facilidad que el movimiento de las costillas era casi imperceptible. Como de costumbre a esta hora de la mañana, se había sacado la ropa de dormir y mostraba el pecho desnudo. El resto estaba cubierto por las sábanas. La cabeza descansaba en la almohada: un perfil pensativo. Una barba asomaba en la barbilla. La luz de la mañana mostró el blanco de los ojos de Marie. No había otras luces que se movieran en el cuarto, lentas, recorriendo la anatomía del hombre que estaba acostado enfrente. Los pelos eran claramente visibles en la mejilla y el mentón del hombre. Un rayo de sol tocaba cada uno de los pelos de la barbilla, distintos como las púas del cilindro de una caja de música. En las muñecas, caídas a los lados del hombre, había unos ricitos negros, todos perfectos, todos nítidos y brillantes. El pelo de la cabeza estaba intacto, hebra por hebra, hasta las raíces. El dibujo de las orejas era hermoso. Los dientes lucían intactos detrás de los labios.
La mañana. Marie miró a su marido, que descansaba suelto y estirado. Dejó caer una mano perezosa en el espacio fresco que separaba las camas. La mano de Marie había colgado así toda la noche en ese vacío. En una ocasión había extendido la mano hacia Joseph, pero el espacio era demasiado largo. Había recogido prontamente la mano, esperando que Joseph no hubiera notado ese movimiento silencioso. Ahí estaba acostado ahora. Los ojos serenamente cerrados, las pestañas entrelazadas como dedos. Respiraba con tanta facilidad que el movimiento de las costillas era casi imperceptible. Como de costumbre a esta hora de la mañana, se había sacado la ropa de dormir y mostraba el pecho desnudo. El resto estaba cubierto por las sábanas. La cabeza descansaba en la almohada: un perfil pensativo. Una barba asomaba en la barbilla. La luz de la mañana mostró el blanco de los ojos de Marie. No había otras luces que se movieran en el cuarto, lentas, recorriendo la anatomía del hombre que estaba acostado enfrente. Los pelos eran claramente visibles en la mejilla y el mentón del hombre. Un rayo de sol tocaba cada uno de los pelos de la barbilla, distintos como las púas del cilindro de una caja de música. En las muñecas, caídas a los lados del hombre, había unos ricitos negros, todos perfectos, todos nítidos y brillantes. El pelo de la cabeza estaba intacto, hebra por hebra, hasta las raíces. El dibujo de las orejas era hermoso. Los dientes lucían intactos detrás de los labios.
—¡Joseph! —gritó Marie—. ¡Joseph! —gritó de nuevo, sacudida por el terror.¡Barril ¡Bam! Bam! Un trueno de campanas a través de la calle, desde la catedral de losas.
Las palomas subieron en un torbellino de papel blanco y pasaron como una bandada de revistas delante de la ventana. Las palomas dieron una vuelta en espiral sobre la plaza. ¡Bam! Otra vez las campanas. ¡La bocina de un coche! Lejos, en el extremo de la calle, una caja de música tocaba Cielito lindo. Todos los sonidos se apagaron convirtiéndose en el sonido de un grifo que goteaba en el baño. Joseph abrió los ojos. Marie, sentada en la cama, lo miraba fijamente
.—Pensé... —dijo Joseph. Parpadeó—. No. —Cerró los ojos y meneó lacabeza—. Sólo las campanas. —Un suspiro—. ¿Qué hora es?
—No sé. Sí. Las ocho.
—Dios mío —murmuró Joseph, volviéndose—. Podemos dormir tres horas más.
—¡Tienes que levantarte! —gritó Marie.
—Nadie se levanta a esta hora. El mecánico no empezará a trabajar antes de las diez, ya lo sabes, no puedes pedirle a esta gente que se dé prisa. Quédate tranquila
.—Pero tienes que levantarte —dijo Marie.
Joseph dio media vuelta. Los pelos negros del bigote eran ahora de color broncea la luz del sol.
—¿Por qué? ¿Por qué, en nombre de Dios, tengo que levantarme?
—¡Necesitas afeitarte! —chilló casi Marie.
Joseph gimió.
—De modo que tengo que levantarme y enjabonarme a las ocho de la mañana sólo para afeitarme.
—Bueno, lo necesitas.
—No me afeitaré de nuevo hasta que lleguemos a Texas.
—¡No puedes ir por ahí pareciendo un vagabundo!
—Puedo y lo haré. Durante treinta condenados años me afeité y me puse una corbata y unos pantalones recién planchados todas las mañanas. De ahora en adelante nada de pantalones planchados, nada de corbatas, nada de afeitadas, nada de nada.
Se echó las mantas sobre la cabeza tan bruscamente que descubrió una pierna desnuda. La pierna colgaba del borde de la cama, y la piel era de un color blanco cálido ala luz del sol, y los pelos negros... perfectos. Marie entornó los ojos, los enfocó, los clavó en los pelos y se llevó una mano a la boca.
Joseph se pasó el día yendo y viniendo del taller al hotel. No se afeitó. Caminó por la plaza de baldosas. Caminaba tan lentamente que Marie tuvo ganas de lanzarle un rayo desde la ventana. Joseph se detuvo y le habló al administrador del hotel, bajo un árbol de copa cilíndrica, moviendo los pies sobre las losas celestes. Miró los pájaros en los árboles y vio cómo las estatuas de la ópera se habían vestido con el dorado de la mañana, y se detuvo en la esquina, observando el tránsito. ¡No había tránsito! Se había detenido allí a propósito, tomándose tiempo, sin volverse hacia Marie. ¿Por qué no corría, no saltaba calle abajo, loma abajo hasta el taller, y no golpeaba allí las puertas, amenazando a los mecánicos, tomándolos por los pantalones, metiéndolos de cabeza en el motor del coche? En cambio se quedaba allí mirando pasar el tránsito ridículo. Un cerdo que cojeaba, un hombre en bicicleta, un Ford de 1927 y tres niños apenas vestidos. De prisa, de prisa, gritaba Marie en silencio, y casi rompió la ventana. Joseph fue de un lado a otro por la calle. Dobló la esquina. Fue hacia el taller, pero deteniéndose en todos los escaparates, leyendo los anuncios, mirando cuadros, tocando cerámica. Quizá se detendría a tomar una cerveza. Dios, sí, una cerveza. Marie bajó a la plaza, tomó sol, buscó más revistas. Se arregló las uñas, las barnizó, se dio un baño bajó otra vez a la plaza, comió muy poco y regresó al, cuarto a alimentarse de revistas. No se recostó. Tenía miedo. Cada vez que caía en un entresueño la infancia sele revelaba otra vez con una melancolía irremediable. Recordaba entonces a viejos amigos, niños que no había visto o en los que no, había pensado durante veinte años. Y se le ocurrían cosas que quería hacer y que nunca había hecho. Había pensado llamar a Lila Holdridge durante los últimos ocho años, desde el día en que dejaron la universidad, pero lo había postergado siempre por alguna razón. ¡Qué amigas habían sido! ¡Querida Lila! Acostada, Marie pensaba en todos los libros, los buenos libros de ahora y de antes, que había deseado comprar y que quizá ya no compraría nunca, ni leería nunca. Cómo le gustaban los libros y el olor de los libros. Se le ocurrían miles de cosas tristes. Había querido tener los libros de Oz toda la vida, y sin embargo nunca los había comprado. ¿Por qué? ¡Lo primero que haría cuando llegase a Nueva York sería comprar esos libros! ¡Y llamaría a Lila inmediatamente! Y vería a Bert y Jimmy y Helen y Louis, y volvería a Illinois y pasearla por los sitios de la infancia y verla las cosas que había que ver. Si regresaba a Estados Unidos.
El corazón le latía dolorosamente, se detenía un momento, aguardaba, y latía de nuevo. Si regresaba alguna vez. Se escuchó un rato el corazón, críticamente. Un golpe y un golpe y un golpe. Una pausa. Un golpe y un golpe y un golpe. Una pausa. ¿Y si se detenía mientras ella estaba escuchando? ¡Ahora ! Silencio adentro.
—¡Joseph!
Marie dio un salto. Se tomó los pechos como si quisiera exprimirlos, bombear el corazón silencioso, ¡para que marchara de nuevo! El corazón se abrió en ella, se cerró, se sacudió corno una matraca y latió nerviosamente, ¡veinte rápidas veces!
Marie se derrumbó sobre la cama. ¿Y si se detenía de nuevo y no empezaba a latir? ¿Qué pensaría ella? ¿Qué haría entonces? Se moriría de miedo, por supuesto. Una broma, realmente graciosa. Te mueres de miedo si notas que el corazón se te para. Tenía que prestar atención y no permitir que los latidos se interrumpieran. Quería volver a su casa y ver a Lila y comprar libros y bailar de nuevo y pasear por Central Park y... escucha...Un golpe y un golpe y un golpe. Una pausa. Joseph llamó a la puerta. Joseph llamó a la puerta y no habían reparado el coche y estarían allí una noche más, y Joseph no se afeitaría y los pelos eran largos y nítidos en el mentón, y las tiendas de revistas estaban cerradas y allí no había más revistas, y cenaron, y ella muy poco, y Joseph salió de noche a caminar por el pueblo. Marie se sentó de nuevo en la silla y de cuando en cuando sentía que se le erizaba el vello en la nuca como si le pasaran un imán. Estaba muy débil y no se podía mover de la silla, y no tenía cuerpo. Era sólo un latido un pulso largo de calor y dolor entre las cuatro paredes del cuarto. Los ojos calenturientos parecían embarazados de terror, hinchados detrás de las pestañas tiesas. Muy adentro, Marie sintió que un dientecito de la rueda se salía de su sitio. Otra noche, otra noche, otra noche, pensó. Y ésta será más larga que la anterior. El primer dientecito se salió de su sitio, el péndulo falló una vez. Luego un segundo diente, y un tercero, todo engranados: uno pequeño con uno mayor, el mayo con uno un poco mayor, éste un poco mayor con un grande, el grande con uno enorme, el enorme conuno inmenso, el inmenso con uno titánico...Un ganglio rojo, no más grande que una hebra escarlata, claqueó estremeciéndose; un nervio, no más grande que una fibra de hilo rojo, se retorció. Un mecánico minúsculo desapareció de pronto allá dentro y toda la máquina, desequilibrada, iba a caerse poco a poco en pedazos. Marie no luchó. Se abandonó al temblor y al miedo y a la transpiración de la frente y a las sacudidas de la espina dorsal y al vino horrible que le llenaba la boca. Sentía dentro de ella un giroscopio roto que oscilaba, ya para este lado ya para aquél, y tropezaba y se sacudía y rechinaba. El color le cayó de la cara como una luz que deja una lámpara eléctrica, cuando las mejillas de cristal del bulbo muestran las venas y filamentos incoloros...
Joseph estaba en el cuarto, pero ella ni siquiera lo oía. Joseph estaba ahora en el cuarto, pero era lo mismo, nada había cambiado. Estaba preparándose para acostarse, en silencio, y Marie no habló y se dejó caer en la cama mientras Joseph iba de un lado a otro moviéndose más allá en un espacio de humo, y en una ocasión le habló a Marie y ella no contestó. Cada cinco minutos Marie miraba el reloj de pulsera, y el reloj se sacudía y el tiempo se sacudía y los cinco dedos parecían quince, que luego dejaban de moverse y eran otra vez cinco. Las sacudidas no cesaban. Sintió sed. Se volvió una y otra vez en la cama. El viento soplaba afuera levantando las lámparas y derramando cascadas del uz que golpeaban los edificios de costado, y las ventanas resplandecían brevemente como ojos abiertos que se cerraban en seguida cuando la luz caía en otro sitio. En la planta baja todo era silencio luego de la cena. Joseph le alcanzó un vaso de agua.
—Tengo frío, Joseph —dijo Marie envuelta en mantas.
—Estás bien —dijo Joseph.
—No, no, no estoy bien. Tengo miedo.
—No hay nada de que tener miedo.
—Quiero que tomemos el tren y nos vayamos a Estados Unidos.
—Hay un tren en León, pero no aquí —dijo Joseph encendiendo otro cigarrillo.
—Vayamos a León en coche.
—¿En estos taxis, con estos conductores, dejando aquí el coche?
—Sí, quiero ir.
—Estarás bien a la mañana.
—Sé que no. Estoy enferma.
—Nos costaría cientos de dólares embarcar el coche de vuelta.
—No importa. Tengo doscientos dólares en el banco. Pagaré yo. Por favor, vayamos a casa.
—Cuando mañana brille el sol te sentirás bien; es,,, que el sol se ha ido.
—Sí, el sol se ha ido y sopla el viento —murmuró Marie, cerrando los ojos, volviendo la cabeza, escuchando. --Oh, qué viento solitario. México es un país raro. Todo selvas y desiertos y extensiones solitarias y aquí y allí un pueblo pequeño como éste, con unas pocas luces encendidas que puedes apagar con un castañeteo de los dedos...Es un país grande y hermoso. ¿No se siente nunca sola esta gente?
—Están acostumbrados.
—¿No viven asustados entonces?
—Tienen una religión para eso.
—Me gustaría tener una religión.
—Cuando tienes una religión dejas de pensar —dijo Joseph—. Cree demasiado en una cosa y no te quedará sitio para nuevas ideas.
—Esta noche —dijo Marie débilmente— nada me, gustaría más que no tener sitio para nuevas ideas, dejar de pensar, creer tanto en una cosa que no me quede tiempo para tener miedo.
—Tú no tienes miedo —dijo Joseph.
—Una religión —dijo Marie, sin prestarle atención— me serviría como una palanca para levantarme a mí misma. Pero no la tengo y no sé cómo levantarme.
—Oh, por Dios —murmuró Joseph entre dientes, sentándose.
—En otro tiempo tuve una religión.
—Baptista.
—No, eso fue cuando tenía doce años. Quiero decir más tarde.
—Nunca me lo contaste.
—Tendrías que saberlo —dijo Marie.
—¿Qué religión? ¿Santos de yeso en la sacristía? ¿Algún santo especial a quien le rezabas tu rosario?
—Sí.
-¿Y contestaba él a tus plegarias?
—Durante un tiempo sí. Más tarde no, nunca. Nunca más. No desde hace años. Pero sigo rezando
.—¿Qué santo es ése?
—San José.
—San José. —Joseph se incorporó y se sirvió un vaso de agua de la jarra, y el sonido del agua fue como un sonido solitario en la habitación—. Mi nombre.—Una coincidencia. --Los dos se miraron un rato. Joseph apartó al fin los ojos.
—Santos de yeso —dijo, bebiéndose el agua.
Al cabo de un rato Marie dijo:
—¿Joseph?
—¿Sí? —dijo Joseph.
—Ven y dame la mano, ¿quieres?
—Mujeres... —suspiró Joseph. Se acercó y tomó la mano de Marie. Un minuto después Marie retiró la mano y la escondió bajo la manta, dejando fuera la mano de Joseph. Cerró los ojos y murmuró temblando:
—No importa, Es tan hermoso como lo imagino. Es realmente hermoso el modo como puedo tener tu mano en mi mente.
—Dios —dijo Joseph y fue al cuarto de baño.
Marie apagó la luz. Sólo se veía la línea clara bajo la puerta del cuarto de baño. Se escuchó el corazón. Latía ciento cincuenta veces por minuto, regularmente, y ella tenía aún en la médula aquel pequeño y rechinante temblor, como si todos los huesos del cuerpo encerraran un moscardón azul, que revoloteaba, zumbaba, se estremecía adentro, muy adentro. Marie volvía los ojos hacia sí misma, observando el corazón oculto que golpeaba haciéndose pedazos contra las paredes del pecho. El agua corría en el cuarto de baño. Marie oyó que Joseph se lavaba los dientes.
—¡Joseph!
—Sí —dijo Joseph detrás de la puerta cerrada.
—Ven aquí.
—¿Qué quieres?
—Quiero que me prometas algo, por favor, oh, por favor.
—¿Qué cosa?
—Primero abre la puerta.
—¿De qué se trata? —preguntó Joseph detrás de la puerta.
—Prométeme —dijo Marie, y calló
.—Pero ¿qué?
—Prométeme —dijo Marie, y no pudo seguir. Continuó acostada en silencio. No dijo nada. Oía ahora el reloj y el corazón, que latían juntos. Afuera crujió una lámpara—. Prométeme que si algo... ocurre —se oyó decir, ahogada y paralizada, como si estuviera en una de las lomas vecinas, hablándole a Joseph desde muy lejos—, si algo me ocurre, no me dejarás enterrada aquí en el cementerio ¡junto a esas horribles catacumbas!
—No seas tonta —dijo Joseph desde el cuarto de baño.
—¿Me lo prometes? —dijo Marie, con los ojos muy abiertos en la oscuridad.
—Nunca oí nada más tonto.
—¿Me lo prometes, por favor, me lo prometes?
—Estarás bien a la mañana ——dijo Joseph.
—Prométemelo, así podré dormir. Sólo me dormiré si me prometes que no me pondrás allí. No quiero que me pongas allí.
—Qué barbaridad —dijo Joseph, perdiendo la paciencia.
—Por favor —dijo Maríe.
—¿Por qué he de prometerte algo tan ridículo? —dijo Joseph—. Estarás espléndida mañana. Además, si te mueres, lucirás muy hermosa en la catacumba, de pie entre el señor Mueca y el señor Bostezo, con una rama florecida en el pelo.-Y Joseph rió sinceramente.
Silencio. Marie yacía allí en la oscuridad.,
Silencio. Marie yacía allí en la oscuridad.,
—¿No piensas que estarás muy hermosa? —preguntó Joseph, riendo aún, detrás de la puerta. Marie no dijo nada en el cuarto en sombras. Alguien cruzó la plaza abajo, levemente, alejándose.
—¿Eh? —preguntó Joseph cepillándose los dientes. Marie yacía con los ojos clavados en el techo, y el pecho le subía y le caía, más y más rápido, y el aire entraba y salía y un hilito de sangre se le escurría entre los labios apretados. Tenía los ojos muy abiertos y las manos apretaban ciegamente las coberturas.
—¿Eh? —dijo Joseph de nuevo del otro lado de la puerta.
Marie no contestó.
—Por supuesto —se dijo Joseph—. Hermosa como el demonio —murmuró mientras el agua caía ruidosamente en el lavatorio. Se enjuagó la boca—.Por supuesto.
Ninguna respuesta de Marie.
Ninguna respuesta de Marie.
—Las mujeres son divertidas —se dijo mirándose en el espejo.
Marie yacía en la cama.
—Por supuesto ——dijo Joseph. Hizo unas gárgaras con algún antiséptico y escupió en el lavatorio—. Estarás bien mañana.
Marie yacía en la cama.
—Por supuesto ——dijo Joseph. Hizo unas gárgaras con algún antiséptico y escupió en el lavatorio—. Estarás bien mañana.
Ninguna respuesta.
—Pronto arreglarán el coche.
Marie no dijo nada.
—La mañana llegará antes de que te des cuenta. —Joseph abría ahora unos frascos, poniéndose lociones en la cara—. Y quizá nos den el coche mañana, o a más tardar pasado mañana. No te importará pasar otra noche aquí, ¿no es cierto?
Marie no respondió.
—¿No? —preguntó Joseph. Silencio. La luz parpadeó y se apagó bajo la puerta del cuarto de baño.
—¿Marie? --Joseph abrió la puerta.
—¿Dormida?
Marie yacía con los ojos abiertos, y los pechos le subían y bajaban.
—Dormida —dijo Joseph—. En fin, buenas noches, señora. -Se subió a su cama.
—Cansado —dijo.
Silencio.
—Cansado —dijo Joseph.
Afuera el viento sacudía las luces; el cuarto era oblongo y negro, y Joseph ya estaba acostado, dormitando. Marie yacía con los ojos abiertos, y el reloj de pulsera en la muñeca, y los pechos le subían y bajaban.
Era un día hermoso en el Trópico de Cáncer. El automóvil marchaba a lo largo de las vueltas de la carretera, abandonando el país de selvas, encaminándose a Estados Unidos, rugiendo entre las lomas verdes, tomando rápidamente todas las curvas, dejando atrás una débil estela de humo que se desvanecía en seguida. Y dentro del automóvil brillante iba Joseph, con una cara sonrosada y saludable y sombrero de Panamá, y una pequeña cámara fotográfica en el regazo; en la manga del brazo izquierdo llevaba cinta de seda negra, sujeta con alfileres. Miró la campiña que se deslizaba junto al coche, e hizo un ademán distraído hacia el asiento de al lado, y se detuvo. Sonrió tímidamente y se volvió una vez más hacia la ventanilla, entonando una melodía desafinada, y extendió lentamente la mano derecha y tocó el asiento de al lado, que estaba vacío.
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